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Capítulo 8: Revelación

El carruaje avanzaba con la cadencia perfecta de los cascos de los caballos golpeando el camino. Mi mente saltaba de un pensamiento a otro, tan ensimismada, que apenas noté cómo William, con su típica distracción, se acercaba peligrosamente a mí. Sus roces, aunque sutiles, parecían cualquier cosa menos accidentes. Pero no dije nada. Estaba demasiado ocupada reviviendo mi última conversación con Bastian.

¿Es posible sentir algo tan complejo como el amor o el interés en tan poco tiempo?

Una sonrisa se dibujó en mis labios al responderme a mí misma.

—¿Mariella?

La voz de William rompió mi ensoñación.

—¿Sí? —respondí, con un titubeo.

Pareció darse por vencido ante mi vacilación, soltando un suspiro cargado de resignación antes de formular su pregunta, como si ya la hubiera repetido un centenar de veces:

—¿Te gustó la mañana que hemos pasado juntos?

La sinceridad tironeó de mi conciencia. Mamá siempre decía que la verdad debía prevalecer. Sin embargo, al ver la chispa de ilusión en los ojos de William, no tuve corazón para ser honesta.

—Claro que me gustó —mentí con una sonrisa leve—. El desayuno fue delicioso y la decoración, encantadora. Aunque, debo admitir que me sorprendió un poco ver a ese amigo suyo ahí.

William arqueó una ceja, inclinándose apenas hacia mí.

—¿Por qué? ¿Te incomodó su presencia?

—No, no. En absoluto —respondí tan rápido que casi me delaté—. Es sólo que...

Mi frase quedó incompleta cuando William me interrumpió, apresurándose a explicarse.

—Perdona si fue así. Él es mi vecino. Nuestros padres eran socios, y solemos vernos seguido.

Suspiré, bajando la mirada.

—Debí haberlo imaginado.

ㅡEs algo imprudente ㅡrió William, mostrando esa sonrisa que siempre parecía estar cargada de encantoㅡ. Tiene la costumbre de aparecer en los momentos más inoportunos.

ㅡTal vez ㅡmurmuré para mí misma, apenas audible, como si esas palabras solo fueran un pensamiento que escapó sin permiso.

Para mí, ese fue el fin de la conversación. Pero William, tal vez ajeno a mi intención, no lo percibió, y continuó hablando con ese entusiasmo tan propio de él.

Mientras tanto, desvié mi mirada hacia los árboles que bordeaban el camino. Sus hojas danzaban suavemente con el viento, pero mi mente estaba lejos de disfrutar la belleza del paisaje. Estábamos a punto de llegar a la ciudad, lo que significaba que pronto estaría de regreso en mi cárcel, conocida oficialmente como casa.

De pronto, William tomó mi mano, su tacto firme pero cálido, y me miró directamente a los ojos. Había algo en su mirada que parecía atravesar todas mis defensas.

ㅡQuiero que sepas algo ㅡdijo, su voz adquiriendo una seriedad que rara vez mostraba.

Sus manos presionaron ligeramente las mías, como si intentara transmitir un mensaje más allá de las palabras.

ㅡYo no di dinero por ti, como pidió tu padre ese día en la fiesta. Solo quiero conocerte y estar contigo.

Oh, joven William, pensé mientras mi pecho se llenaba de una mezcla de pena y gratitud. Si tan solo mi corazón respondiera de la misma manera, quizá podríamos haber tenido una historia que valiera la pena recordar. Pero no era así.

Suspiré, intentando que mi respuesta no lo hiriera más de lo necesario.

ㅡEntiendo. Y está bien. Lo siento mucho; mi padre tiende a organizar esos espectáculos sin consultar a nadie.

William me sonrió entonces, una sonrisa tan cálida y genuina que, por un momento, deseé sentir lo mismo. Sus ojos se iluminaron, reflejando un destello de esperanza.

ㅡ¿Le parecería bien si la llevo al teatro mañana? ㅡpreguntó, con un tono amable, casi ansioso.

ㅡClaro ㅡrespondí, tratando de no pensar demasiado en lo que aquello implicaba.

Finalmente, llegamos a la casa. Apenas era mediodía, pero el lugar ya parecía envolverme con esa conocida sensación de asfixia.

William tocó la puerta, y la siempre eficiente Genoveva nos recibió con su típica reverencia.

ㅡJoven William ㅡdijo ella, inclinándose ligeramenteㅡ. Muchas gracias por traerla a casa.

—No hay de qué, fue una mañana magnífica al lado de Mariella.

Asentí, dispuesta a entrar. Pero la voz de William me detuvo.

—Mariella, ¿podemos hablar un momento?

Genoveva nos miró y, sin demora, entró para darnos algo de privacidad.

—Mariella, me gustas demasiado. Quiero que, si nos casamos, todo sea perfecto. Me traes completamente loco, tanto que siento que no podría vivir sin ti.

Quisiera decir que en ese instante algo había hecho clic en mí, que el amor surgió al escuchar sus palabras. Pero no fue así. Él no despertaba deseo ni amor en mí; sólo veía a un joven esforzándose por aferrarse a alguien que probablemente nunca podría hacerlo feliz.

—Joven William, es muy lindo lo que me dice, ¿pero no le parece que es demasiado pronto?

—Tal vez lo sea, pero le prometo que no voy a fallarle. Si nos casamos, tendremos toda una vida para conocernos. Quizá después de la boda se dará cuenta de que podemos ser una gran pareja. Y aunque ahora no sienta lo mismo, eso no significa que no pueda llegar a amarme algún día.

Al menos era consciente de que no sentía nada por él. Era valiente al no vendarse los ojos y aceptar la realidad tal como era.

Me miró un momento mientras yo intentaba asimilar sus palabras. Había esperanza pintando sus pupilas, y tal vez vi un poco de amor, aunque no estaba segura.

Antes de que pudiera decir algo, me sujetó de las manos y me acorraló contra la puerta principal. Lo tenía demasiado cerca. Tampoco pude preguntar qué estaba pensando porque, cuando quise hacerlo, sus labios se posaron suavemente sobre los míos. El calor que emanaba su cuerpo al besarme lo sentí.

El movimiento fue leve, lento, tierno. Pero bastó ese roce y una pequeña fricción para que su respiración se acelerara.

Unos segundos más tarde, dejó de besarme y acarició mi cabello.

—Espero que tenga un buen día, señorita Mariella.

Sorprendida, entré a la casa, cerré la puerta y descansé un momento apoyada contra ella.

Acaricié mis labios.

No había sido algo tan malo, pero, aun así, sentí cierto asco. Me pregunté si sería porque se trataba de él. ¿Sería diferente la sensación si Bastian me hubiese besado?

Corrí a la cocina para enjuagarme la boca. Genoveva estaba ahí y me miró, visiblemente confundida, al verme limpiando tan desesperadamente mis labios.

—¿Todo en orden?

—Sí, es solo que se despidió de una forma desagradable —dije, molesta.

Vi de reojo una copa y, sin pensarlo, bebí su contenido. El vino sabía mil veces mejor que William.

—Si tenías tanta sed, me hubieras pedido que te sirviera. Ese era mi vino.

—Diablos —murmuré.

No me di cuenta de que mis manos temblaban hasta que me fallaron y solté la copa.

El vidrio se destrozó contra el suelo, asustándome por un instante.

—Lo siento, Nana, no sabía que era tuya. Lo limpiaré ahora mismo.

Intenté recoger los trozos y, en el acto, me corté el dedo. Solté un quejido al ver la sangre.

—Cielo, déjalo ahí —me apartó—, ahora mismo lo limpio yo. La casa está en orden todo el tiempo y, a veces, ya no tengo nada que hacer. Es un poco aburrido. Además, si levantas otro vidrio más, tal vez termines matándote.

Su comentario me hizo sonreír; siempre me cuidaba mucho. No quise discutir, así que me aparté para no ser un estorbo y dejarla limpiar mi desastre. Al terminar esa tarea, se puso a picar las verduras y la carne que había en la mesa.

—¿Qué vas a cocinar, nana?

Observé su trabajo. Era tan hábil con el cuchillo que me preocupaba que pudiera lastimarse. Sin embargo, estaba tan acostumbrada que podía cortar sin prestar demasiada atención, y ni siquiera se haría un rasguño.

—Tu padre me pidió verduras al vapor con carne en salsa de vino y ciruela.

Colocó las verduras en una olla y tomó otras. Las peló y cortó con una agilidad que despertaba envidia.

—¿Te puedo ayudar? —pregunté.

—Claro, mi vida.

Sonrió, y yo también lo hice, entusiasmada.

—No me pedías eso desde que eras una niña y te llevabas mis cucharas cuando hacíamos postres. Después las encontraba en tu habitación.

Lo dijo con diversión, pero detrás de su risa podía percibir la nostalgia.

Una pregunta rondaba por mi cabeza. Tenía miedo de decirla en voz alta, temiendo incomodar a Genoveva. Sin embargo, yo era como un libro abierto para ella, y supo inmediatamente que algo pasaba.

—Adelante, puedes hablar conmigo —me animó—. ¿Qué es lo que dudas tanto en decir?

Nos quedamos en silencio. Ella esperaba, mientras yo dudaba si debía hacerlo o no. Capté distraídamente el sonido de los pájaros en el bosque y el aroma de la carne cociéndose en el horno de piedra.

—Es cierto, nana —me rendí—. Quiero preguntarte algo, pero no sé si...

Genoveva dejó los utensilios sobre la mesa y me miró con seriedad.

—Dime, ¿qué pasa?

Silencio otra vez.

Su mirada fija.

Las palabras estaban atrapadas en mi garganta.

ㅡ¿Estuviste aquí la noche que mamá murió?

Sus hombros se tensaron ligeramente. Tragó saliva con dificultad y, por un instante, contuvo la respiración. A pesar de sus esfuerzos por no llorar, sus ojos cristalinos delataron el deseo de romperse.

ㅡSí, mi niña. Yo estuve aquí... Fue una noche muy complicada ㅡrespondió con un suspiro que cargaba el peso del cansancioㅡ. Recuerdo cada detalle, incluso el cambio en el cielo cuando la señora Agatha nos dejó.

ㅡ¿Podrías decirme qué pasó?

ㅡCariño, creo que es algo que deberías hablar con tu padre. No me corresponde a mí ㅡreplicó, esquivando la mirada.

ㅡPor favor, sólo cuénteme lo que vio o escuchó ㅡle supliqué.

Ella se mantuvo en silencio, ignorando mis palabras. En lugar de responder, revisó la carne en el horno y movió con suavidad las verduras. Limpiándose las manos en el mandil, se dirigió hacia el comedor. La seguí, pensando que Genoveva trataba de evadir mis preguntas. Sin embargo, finalmente nos sentamos, y ella comenzó a hablar.

ㅡEstaba en mi habitación, luchando contra el insomnio habitual. Había encendido una vela e intentaba distraerme mirando por la ventana, convencida de que así lograría dormir. Entonces escuché pasos en la cocina y...

Su voz comenzó a temblar, y las lágrimas rodaron por su rostro. Verla así me llenó de tristeza y culpa, porque sabía que estos recuerdos la estaban lastimando por mi causa. Le tomé la mano, queriendo transmitirle que lo sentía, que estaría ahí para consolarla.

ㅡSalí a ver quién era y la vi a lo lejos ㅡdijo entre sollozosㅡ. Estaba bebiendo su vino favorito, aquel que también me gusta a mí. Lloraba en silencio, absorta en sus pensamientos. Apenas tomó un poco de comida y subió a su habitación. Me quedé tranquila porque pensé que había ido a dormir.

ㅡ¿Ella supo que usted estaba ahí?

ㅡNo, mi niña. De haberlo sabido, creo que hoy estaría viva...

ㅡ¿Y después?

ㅡMe dormí ㅡse lamentó con voz apagada. Parecía que el cansancio la envolvíaㅡ. Tu padre me despertó en la madrugada y me dio la terrible noticia.

Me quedé en silencio. Esperaba algo más, algo que no llegó. No quería preguntar a mi papá; sentía que este tema no encajaba en nuestras conversaciones, que no era un puente que pudiéramos cruzar juntos.

Genoveva me dio unas palmaditas en la mano, su gesto reconfortante pero insuficiente, y se levantó para ir a la cocina. Yo seguí ahí, inmóvil, atrapada en una maraña de pensamientos imposibles de desenredar. No sabía qué hacer, ni siquiera sabía qué sentir. Solo me quedé ahí.

—¡Mariella! ¡Mariella!

Olivia me llamó con una voz que perforó mi alma. Sus gritos venían del despacho de nuestro padre. Sentí un escalofrío, un miedo que me arrastró mientras corría hacia allí, aterrada.

—¿Qué pasa? —pregunté, con el corazón en vilo.

Entré esperando encontrar la figura solemne y autoritaria de mi padre, pero algo estaba terriblemente mal. Él no estaba allí.

—¿Tú sabías de esto? —me preguntó Olivia, con el rostro desencajado, casi histérica.

Aunque me encontraba a cierta distancia, podía escuchar el caos en su respiración, rápida y entrecortada. En su mano temblorosa sostenía una hoja, vieja y arrugada, como si el peso del papel fuera también el peso de un secreto.

—¿Qué es eso?

Intentó hablar, pero las palabras se quebraron y salieron en murmullos, frágiles e incomprensibles. Perdí la paciencia. Necesitaba saber qué la estaba consumiendo de esa manera, así que tomé la hoja con firmeza.

Al leer las primeras líneas, sentí un frío helado que me recorrió el cuerpo. Ahora entendía por qué su rostro se había tornado tan pálido, por qué sus lágrimas caían como si no fueran a detenerse nunca. Lo entendí porque, al instante, ese mismo desmoronamiento se apoderó de mí. Era como si el suelo bajo mis pies se hubiera desvanecido y todo lo que creía conocer se convirtiera en un abismo. Una verdad enterrada, una mentira silenciosa.

¿Cómo que mi madre se había quitado la vida?

La imagen de sus últimos momentos invadió mi mente: su rostro marcado por la angustia, el miedo, la tristeza y un

coraje insondable. Intenté imaginar lo que había sentido justo antes de marcharse de este mundo. El nudo en mi pecho creció junto con mi confusión, y la tristeza se instaló en mi alma como una tormenta imparable.

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