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Capítulo 2:Familia Feliz

Pasé la noche entera escuchando la lluvia. Sus gotas, constantes y despiadadas, no me permitieron encontrar refugio en el sueño. Mis pensamientos, feroces e implacables, me arrastraron lejos de la realidad, hasta que me perdí en un torbellino que parecía no tener fin.

Mi trance solo se quebró cuando los primeros rayos del sol se filtraron por la ventana, bañándome con una calidez tan ajena que parecía irreal. Me levanté lentamente, como si cada movimiento pudiera deshacerme, ligera como una sombra, como el susurro de una brisa extraviada.

Me acerqué a la ventana y allí estaba: la mañana desplegándose con su indiferente belleza. El aire fresco movía las hojas secas, y los pájaros, esos heraldos del nuevo día, cantaban con una alegría que yo no podía alcanzar.

Mis ojos se detuvieron en un ave de alas azuladas, como si el cielo mismo la hubiera concebido. Volaba con gracia, rodeando los árboles, derramando su canción al mundo sin temores ni cadenas. Suspiré, liberando un aire que parecía cargado de siglos, y me pregunté: ¿Qué se sentirá ser libre? Recorrer el mundo a voluntad,sin restricciones, todo lo que quisiera ser. Una punzada amarga se instaló en mi pecho al comprender que no tenía la respuesta. Y más aún, que quizás nunca la tendría.

El sonido abrupto de las escaleras me arrancó de mis pensamientos. Ese crujir familiar, áspero y antiguo, me advirtió de su llegada. El corazón me latió con fuerza al imaginar lo inevitable. Sabía que no querría verme, frágil y casi desnuda, allí en la ventana, expuesta. Con movimientos sigilosos, regresé a la cama. Me envolví en las mantas, convirtiéndome en una figura inmóvil,mi espalda dirigida hacia la puerta.

Silencio. Luego, el leve chirrido de la puerta al abrirse de par en par. Su presencia llenó el espacio. Permanecí inmóvil, mi respiración calculada, intentando pasar desapercibida.

—Sé que no estás dormida —sus palabras llegaron suaves, pero firmes—. Por favor, date un baño y prepárate. Necesito hablar contigo. Genoveva ha preparado los panqueques de miel que tanto te gustan.

Hubo un silencio que se extendió como un abismo entre nosotros. Aunque no pronunció palabra alguna, su mirada se clavó en mí, cargada de esa dureza que siempre me dedicaba, como un peso que nunca lograba esquivar.

Sin más, salió de mi alcoba, dejando tras de sí el eco de un portazo que resonó en mi pecho. Esa era su forma indolente de disculparse: ordenar a la nana que preparara la comida que, en mi niñez, solía ser fascinante.

Pero ahora, sin mi madre a mi lado, esos sabores que antes evocaban felicidad se habían convertido en un cruel recordatorio de tiempos mejores. Ya no eran un premio, sino un castigo. Y él lo sabía. Fingía, sin embargo, que era un gesto de buena intención.

Me levanté, y esta vez fue Genoveva quien entró. Sin decirme nada, con esa dulzura que siempre la acompañaba, preparó la bañera y, minutos después, me avisó:

—El baño está listo, mi niña. Dejé tu vestido sobre la cama. Te esperaré abajo con el desayuno.

Antes de marcharse, pasó junto a mí y dejó un beso tierno en mi frente, como un susurro de consuelo en medio de la tormenta.

Me sumergí en el baño, dejando caer la bata de seda blanca que acarició mi piel con una suavidad casi etérea. Su roce me envolvió en una sensación de satisfacción que me relajó al punto de cerrar los ojos. En la tina, observé distraídamente el agua y mi cuerpo sumergido, como si fuera la primera vez que me veía. Hace tanto que no prestaba atención a cómo era, a cómo se veía mi piel . A veces, me gustaba hacerlo; contemplaba mi reflejo, pasaba mis manos por mis piernas, por mi vientre, incluso por mis pechos. Era un secreto que nunca había compartido, ni siquiera con mi hermana. Uno de esos secretos que se guardan en el rincón más profundo del alma.

Al salir, vi el vestido sobre la cama, esperando como un juez silencioso. Dudé en usarlo; su incomodidad parecía un reflejo de mi propio encierro. Sentí que llevarlo ese día sería como añadir una nueva cadena a las que ya me aprisionan.

Mis ojos se posaron en la prenda de muselina negra, elegante e imponente. El corsé, sencillo pero sofocante, culminaba en el cuello de Bertha. Era, sin lugar a dudas, la vestimenta más apropiada... y la más opresiva.

Cada prenda que usaba era un recordatorio mordaz de mi posición social, una etiqueta que debía portar con desdén. Vestir así no era más que una confirmación pública de que mi padre tenía dinero y de que yo era una candidata ideal para el matrimonio. 

Al final, sucumbí. Ponerme ese vestido era lo más sensato si quería evitar tensiones. Pero el corsé apretaba más de lo que jamás imaginé, robándome el aliento con cada movimiento.

Con el cabello rebelde ondeando al viento, inspiré profundamente, buscando una pizca de valentía para enfrentar lo que venía. 

Un escalofrío desagradable recorrió mi cuerpo al avanzar por el pasillo que conducía al comedor. Los cuadros familiares en las paredes me observaban con su silencio cruel: yo de bebé, jugando en el jardín con mi hermana, la boda de mis padres... Pero había uno que siempre me negaba a mirar. 

Pasé de largo, aunque mi mente, traicionera como siempre, no me lo permitió olvidar. Esa imagen en particular estaba grabada en mi memoria. La pintura familiar me atrapó en un instante que se hizo eterno. Había algo profundamente inquietante en ella: la tristeza palpable de mi madre, reflejada en su rostro con tal claridad que era imposible no sentirla invadir mi alma.

Sacudí aquella emoción y avancé hacia el salón. Olivia me esperaba ahí, impaciente.

—Pensé que nunca bajarías —su expresión, inicialmente severa, se suavizó al tiempo que una sonrisa luminosa cruzó su rostro—. Padre está en el despacho con un burgués industrial; llevan rato conversando.

—¿De qué hablarán? —respondí con una sonrisa irónica—. ¿De qué hora es más conveniente ir al teatro?

Antes de que Olivia pudiera decirme algo, mi padre irrumpió en la escena, acompañado de un hombre cuyo aire peculiar captó de inmediato mi atención. Había algo que destacaba en él: era joven, sorprendentemente joven.

Sus murmullos se apagaron antes de que alguna de nosotras pudiera escuchar siquiera una palabra. Ambos se acercaron con determinación.

Se detuvieron frente a mí. El desconocido inclinó el cuerpo con elegancia, tomando mi mano con una delicadeza que no esperé, para luego depositar un beso calculado en el dorso de esta.

—Buenos días, señorita Mariella. Es un placer finalmente conocerla —saludó mientras se enderezaba, revelando una sonrisa maliciosa que parecía burlarse del mundo entero—. Espero ansioso la oportunidad de verla nuevamente. Me gustaría compartir un tiempo con usted. —Tras esto, giró hacia mi padre—: Muchas gracias, señor Alessandro, por permitirme ingresar a su casa.

Sin más, se dirigieron a la puerta, y el misterioso joven desapareció.

Nos sentamos a desayunar. El ambiente se sentía denso, casi eléctrico. Estaba nerviosa, incómoda con el silencio pesado de mi padre, que, durante toda la comida, mantuvo fija su mirada en mi hermana. En ese momento, supe que la tormenta era inevitable.

—Tu maestra de ballet me irritó con su visita inesperada —soltó, directo como una daga—. Vino a verte. Dijo que estaba preocupada porque llevas días sin asistir a sus clases.

Olivia se paralizó, sin atreverse a emitir palabra alguna.

—Olivia, querida —pronunció, pero el tono de su voz era cortante como un filo—. ¿Se puede saber por qué no has ido?

El rostro de Olivia se tornó pálido como la nieve. Era evidente su nerviosismo: las manos temblaban, el sudor resbalaba por su frente. Soltó el cubierto con torpeza, y aun así, nadie pareció reparar en ello. Ella meditó sus palabras con cuidado, como si cada sílaba fuera una chispa que pudiera encender una furia implacable, capaz de convertir la habitación en un campo de gritos y objetos volando.

—Lo siento, padre. No tuve el valor de decírtelo, pero no me gusta el ballet. Lo mío es la pintura y la poesía. No quiero dedicar mi vida a algo que no amo.

La mano de mi padre se estrelló contra la mesa con una fuerza abrumadora. El grito que emergió de sus labios fue brutal:

—¡¿Entonces crees que puedes decidir tu destino sola?! ¡No, Olivia! Jamás dejarás el ballet, ¿me escuchas? ¡Jamás! Serás alguien importante, alguien que llevará nuestro apellido a alturas que nadie ha alcanzado. Eso es lo que debes hacer, y no hay discusión.

—¡Papá, por favor, no te enojes! Está bien, volveré al ballet.

Mi hermana dejó caer lágrimas sobre la mesa, su cabeza baja como si estuviera ace

ptando una condena. Esa sumisión me prendió como un incendio descontrolado.

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