Me levanté de golpe y grité:
—¡Es una injusticia! ¡Ella no es feliz haciendo esto! ¡No tienes derecho a obligarla!
Antes de que pudiera liberar toda mi furia, él se levantó, su copa estrellándose contra el suelo como un trueno. El sonido resonó en mi pecho, alimentando mi rabia hasta que sentí mi rostro arder.
—¡No vuelvas a levantarme la voz, niña! —rugió, cada palabra cargada de una fuerza que parecía capaz de desgarrar el aire—. En esta casa se hace lo que yo diga, ¿entendiste? Si yo digo que baile, ella baila. Si te digo que te calles, cierras la maldita boca. Hablas de necesidades como si alguna vez te hubiera faltado algo. ¡Por favor! Les he dado todo en bandeja de plata, y así me pagan. Tanto sacrificio para criar a dos malcriadas que solo saben quejarse. Nadie en esta familia se ha sacrificado tanto como yo.
Un dolor punzante brotó en mi pecho, pero no podía callar.
—Sí hubo alguien que dio más que tú: mi madre —dije, levantando la cabeza con desafío—. Puedes golpearme si quieres, pero sabes que tengo razón.
Su expresión cambió, el enojo se transformó en una sonrisa burlona que me hirió más que cualquier golpe.
—¿Tu madre? —se rió con desprecio—. Tu madre está muerta porque era una maldita cobarde.
La bofetada que le di resonó como un disparo. Mi mano ardía, pero no me importaba. Olivia, paralizada, se levantó de la mesa, sus ojos llenos de incredulidad.
—Nadie habla mal de mi madre. Nadie.
Él se tocó la cara, sus ojos llenos de odio clavándose en mí. En ese momento supe que había cruzado una línea peligrosa.
—¿Qué te pasa? ¿Has perdido la cabeza?
Me quedé inmóvil, esperando el golpe que nunca llegó. En cambio, se acercó, acorralándome contra la pared.
—Esta es la última vez —susurró, su rostro tan cerca que podía ver cada sombra en sus ojos—. Si me vuelves a pegar, yo mismo te entrego con tu madre. ¿Me oyes?
No pude responder, solo asentí. Él se alejó, y yo corrí a mi habitación, mi único refugio en un mundo que parecía desmoronarse.
Sentada en mi cama, su amenaza resonaba en mi mente. ¿Qué quiso decir con "entregarme a mi madre"? ¿Fue él quien la mató? ¿Es capaz de hacerme lo mismo? La idea me aterrorizaba, pero no podía descartarla. Mi padre era un hombre capaz de cualquier cosa, incluso de destruirnos si eso le aseguraba su posición.
Para él, somos piezas en un juego cruel cuyas reglas solo él conoce. Un juego donde un movimiento en falso puede significar la muerte.
Pero yo no estaba dispuesta a perder. Tenía que ganar.
Mi padre, Alessandro, siempre fue un hombre de hielo: incapaz de empatizar, obsesionado con lo material. Nacido en un pueblo humilde de Francia, como mi madre, pero con un alma devorada por la ambición y la avaricia.
Un día, la Reina Victoria llegó a su pueblo, buscando algo más que un esclavo. Cuando sus ojos se posaron en él, quedó atrapada por una belleza que parecía casi irreal, como si escondiera un secreto oscuro.
Sin dudarlo, la reina compró a mi padre de mis abuelos, quienes, cegados por las monedas, lo entregaron sin mirar atrás. Ella lo vistió con telas exquisitas, transformándolo en su joya más preciada. En poco tiempo, Alessandro ascendió, convirtiéndose en su mano derecha y en el burgués más temido de toda Escocia. Pero detrás de su éxito, yo veía las sombras de los que había pisoteado para llegar ahí.
Yo despreciaba su trabajo. Robaba a los más necesitados, humillaba sin remordimientos y manipulaba con una frialdad que helaba la sangre. Era un hombre que no conocía límites, ni en su ambición ni en su crueldad.
Cuando la soledad comenzó a pesarle, viajó a París. Allí encontró a mi madre, una joven inocente que no pudo escapar de su destino. La arrancó de los brazos de sus padres, como a él lo habían arrancado, y la obligó a ser su esposa. No la amaba. Para él, ella solo era un medio para un fin: darle un heredero digno de su linaje. Pero el destino, irónico y cruel, le dio dos hijas. Dos niñas que, en lugar de despertar su amor, encendieron su odio.
Desde ese día, mi madre vivió bajo su sombra, soportando su desprecio y su violencia. Hasta el día en que la muerte, finalmente, la liberó.
Lo recuerdo como si hubiera sido ayer, pero los años han pasado y su eco se ha transformado en un susurro que hiere el alma. Mi madre, sentada en el viejo salón de música, tocaba con una pasión que parecía romper el aire. Sus manos danzaban sobre las teclas, y su voz, tan dulce y tierna, llenaba el espacio como si tejiera un hechizo. Olivia y yo mirábamos, escuchábamos, sentíamos… Todo. Nos sumergíamos en la magia de su arte, esa magia que transformaba cada mañana cuando mi padre no estaba. Cantábamos y reíamos, sin medida, como si el tiempo no existiera. A veces podía jurar que mi corazón latía en perfecta armonía con su música, llenando cada rincón de mi ser.
Pero un día, toda esa magia se evaporó, como una tormenta que arrasa en silencio. No hubo advertencias ni suspiros previos, solo el golpe devastador de la realidad que se instaló de un momento a otro.
Esa mañana de invierno vive en mi memoria como una cicatriz que nunca desaparece. Era el frío quien envolvía la casa, pero ella siempre contrarrestaba con el calor de su amor. No permitía que la nana cocinara en esa temporada; prefería hacerlo ella, llenando el hogar con olores de frutas y flores. Y aquel día... ese calor especial no estaba. Me despertó, no el aroma que tanto amaba, sino un golpe seco, la puerta de nuestra habitación abriéndose de golpe bajo la mano de mi padre.
Olivia, pequeña y soñadora, dormía a mi lado. Su sobresalto fue el mío.
—Tengo algo que decirles —murmuró mi padre. Su voz se arrastraba bajo el peso de un dolor que no quería compartir.
Su rostro era serio, y el silencio, opresivo. Mi estómago se oprimió en un presentimiento.
—Su madre ha muerto.
Y entonces, todo se volvió vacío. No recuerdo qué sucedió después, solo sé que cada noche ese momento se repite en mis sueños. Me despierto, atormentada por la mirada de Olivia, esa mirada que solo reflejaba duda… y también un miedo que nunca antes había visto en ella.
Esta mañana me levanté como si llevara una carga invisible. Nerviosa. Los días han sido eternos desde que lo enfrenté y lo abofeteé. Ahora, ni siquiera sé si puedo bajar. Mi padre aún me guarda silencio, y en ese silencio... todo duele.
Me vestí con cuidado, eligiendo ropa adecuada para mis clases con la institutriz. Mientras me arreglaba, un leve movimiento llamó mi atención desde la ventana. Miré hacia afuera y observé a un cochero acompañado por dos hombres elegantemente vestidos. No reconocí sus rostros, y aunque no les presté mucha importancia en ese momento, su presencia me generó un extraño desasosiego.
Decidí bajar al salón, y para mi sorpresa, aquellos desconocidos entraban al salón de música junto con mi padre. La curiosidad empezó a ganar terreno, pero mi instinto me llevó a observar de forma disimulada, intentando descifrar el motivo de su visita.
—Señor Alessandro, es un instrumento muy bonito. La madera tiene una calidad excepcional. Mi hija no sabría aprovechar algo así, pero estoy seguro de que mi hijo lo hará... —dijo uno de ellos, su voz pausada por su robusta figura que dificultaba su respiración.
—Concuerdo con usted, señor Phillip —respondió mi padre—. Es un piano de excelente manufactura, pero ya no deseo conservarlo. Estoy seguro de que su hijo podrá disfrutarlo.
Mis pensamientos se aceleraron. ¿Estaba mi padre...? ¿Vendiendo el piano de mamá?
El coraje me inundó, elevándose desde mi pecho hasta mi garganta, ahogando cualquier temor o prudencia. Entré al salón decidida, mi voz resonando con indignación mientras enfrentaba a los hombres.
—¿¡Qué están haciendo!? ¡¿Qué significa todo esto?! ¡Aparten sus manos de mi piano!
El robusto hombre dirigió su mirada furiosa hacia mi padre, quien, sin perder la compostura, me señaló con un tono severo.
—Mariella, vuelve a tu cuarto —ordenó, intentando intimidarme con su mirada penetrante.
Pero yo no iba a ceder. Le devolví su gesto con la misma intensidad, sintiendo una fuerza inquebrantable que brotaba dentro de mí.
—¡No! —respondí firme, enfrentándolo.
Sabía que podía estar equivocándome, que tal vez este enfrentamiento solo empeoraría las cosas. Pero no me importaba. Ese piano era el alma de mamá. Era parte de ella, de mí, de nosotros. No iba a permitir que lo alejaran de nuestro hogar.
—¡Dije que te largues! —exclamo, sin retroceder ni un paso.
Y entonces sucedió. Su mano, cargada de una violencia ancestral, se estrelló contra mi mejilla. El golpe resonó con más fuerza que la vez anterior, como si hubiera estado acumulando un deseo feroz por descargar su ira. En su rostro se dibujó una mueca de satisfacción, el reflejo cruel de alguien que encuentra placer en el dolor ajeno.
Aun así, no permití que aquel gesto brutal me doblegara.
—No se pueden llevar el piano de mi madre —mi voz salió quebrada pero firme, como un grito desesperado que emerge desde las profundidades del alma.
Él me miró con desprecio. Su figura parecía crecer, imponiéndose sobre mí como una sombra inquebrantable.
—¿Disculpa? Aquí el que da las órdenes soy yo —respondió con un tono tajante—. Es mi piano y hago con él lo que desee. Márchate ahora mismo, y no me obligues a repetírtelo. Mi paciencia tiene un límite.
La rabia y la impotencia se agolparon en mi garganta, formando un nudo que dolía al hablar.
—¿Esta es tu manera de castigarme? —pregunté, esperando que mi vulnerabilidad rompiera aquella coraza insensible.
Pero él no dijo nada. Me ignoró por completo, enfrascado en el negocio de vender lo que no le pertenecía. Sabía que no podía rendirme. Ese piano era algo más que un objeto, era el último vínculo que tenía con ella.
—Hazlo —cedí, enfrentándolo con mirada desafiante—. Castígame si eso es lo que buscas, pero por piedad, deja el piano. Era de mi madre, de tu esposa... ¿Acaso no significa nada para ti?
Los hombres que lo acompañaban miraron a mi padre, esperando una orden. Por un instante, el aire se llenó de incomodidad. Uno de ellos, un hombre robusto de rostro amable, pareció titubear.
—Señor Alessandro —dijo con cautela—, quizás sería mejor discutir esto otro día, con más calma.
La condescendencia de aquel hombre fue como una chispa en un barril de pólvora. Mi padre estalló con un grito visceral que hizo temblar las paredes.
—¡No! ¡Nadie se va sin ese maldito piano!
Su rostro se transformó, adoptando una expresión que nunca antes había visto. Era como si en su rabia se hubiera despojado de toda humanidad. Y en ese momento supe que ya no había más que pudiera hacer. Quise correr, pero mis piernas estaban paralizadas por el miedo.
No quería otra cosa que proteger su memoria. Era lo único que me quedaba de ella, el eco de sus risas, la dulzura de sus canciones. Pero él no lo entendía. Para mí, ese piano no tenía precio. Era un relicario de emociones, un testimonio de amor.
Su gritos seguían perforando el aire, y yo, vencida, me acobardé. La presión en mi pecho creció, un peso asfixiante que se propagó hasta mis oídos. No pude decir nada, pero cuando mis piernas finalmente reaccionaron, salí corriendo del salón.
El pensamiento de mi madre, siempre tan amable, me llenó de tristeza. Si estuviera viva, estoy segura de que estaría devastada. Por defender a Olivia, a quien nunca quise, se llevaron lo único que me quedaba de ella. La rabia creció, envolviendo mi pecho, hasta que solo quedaba un vacío ardiente.
Corrí a la cocina buscando consuelo en Genoveva. Ella siempre sabía cómo calmarme, pero no estaba allí. Mi desesperación aumentó y salí al jardín, buscando algo, cualquier cosa, que me diera paz. Corrí sin rumbo, dejándome llevar por el caos dentro de mí.
Cuando el aire me faltó, aminoré el paso y caminé. Los árboles se alzaban como gigantes silenciosos, testigos de mi desamparo. Pensé en los días felices, en los años en que todo parecía posible. Los recuerdos me alcanzaron como una ola implacable, y caí de rodillas al pie de un árbol. Allí, sola y rendida, dejé que las lágrimas fluyeran. No pude contenerlas más.
El llanto comenzó a crecer, transformándose en un dolor desgarrador que no solo resonaba en mi pecho, sino que perforaba lo más profundo de mi alma. Mis lágrimas parecían dirigirse al cielo, como una súplica recibiría respuesta.
—Lo siento, mamá... —murmuré entre sollozos que cortaban mi respiración—. No pude protegerlo... No fui lo suficientemente fuerte... Yo... ya no puedo más.
Mi vista se nubló y el mundo se desdibujó. Todo era un caos, y no supe si aquello que estaba experimentando era real o un sueño cruel.
A lo lejos, entre la neblina de mis emociones, creí verla. Mi madre. Estaba igual que en el último recuerdo que tenía de ella: su piel de porcelana, tan delicada como una flor; su cabello rojizo que brillaba como el fuego bajo la luz del sol; sus ojos azul profundo que alguna vez me dieron paz; sus mejillas rosadas que llevaban consigo una ternura infinita; y aquella sonrisa deslumbrante que parecía estar destinada a sanar las heridas del mundo.
Caminó hacia mí, y al tenerla frente a frente, el aire me faltó. Todo lo que era mío se detuvo en ese instante. Extendió su mano, y cuando la toqué, me levantó con una calma que solo ella poseía. Me miró con dulzura y volvió a regalarme esa sonrisa, la que tantas veces añoré en mis noches más oscuras.
Intenté hablar, pero no encontré palabras. Y entonces su expresión cambió; la tristeza y el miedo se apoderaron de su rostro.
—Lo siento —susurró.
Lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas, y yo, atrapada en mi propia mudez, fui incapaz de responderle. Con un temblor en su voz, continuó:
—Perdóname por haberlas dejado. Nunca fue mi intención. Las amo, mis pequeñas. Solo quiero que estén bien...
Quise hablar, quise decirle que la necesitaba, que su ausencia era una herida que jamás sanaría. Pero mi voz no acudió a mí, como si también me hubiera abandonado. Ella no esperó. Limpió las lágrimas de mis mejillas con una ternura infinita y me acarició suavemente el cabello. Luego, dio media vuelta y empezó a alejarse.
Por un momento, me quedé inmóvil, como si el mundo se hubiera detenido junto con ella. Cuando finalmente reaccioné, quise correr tras ella, pero su presencia había desaparecido como el eco de un recuerdo. Ya no estaba. Mi llanto persistía, pero esta vez venía cargado de una mezcla incontrolable de emociones: alegría efímera, ira acumulada y una tristeza que me envolvía como un manto pesado.
“¿Por qué te fuiste? ¿Por qué nos abandonaste? Mamá, te necesito... Te necesito más que nunca…”
Cuando las lágrimas finalmente se agotaron y la fatiga me obligó a seguir adelante, decidí regresar a casa. En el camino, me encontré con Olivia.
—¡Dios Santo, Mariella! ¿Qué demonios haces aquí? ¡Padre te está buscando como loco!
—¡Pues que siga buscando! ¡Me da igual!
Intentó tomarme de la mano, pero la aparté con un movimiento brusco. Sus ojos, llenos de desconcierto, se clavaron en mi rostro, buscando respuestas.
—¿Qué te pasa? —suspiró con exasperación—. ¿Por qué actúas así conmigo? Padre está preocupado por ti.
Por un instante, la tristeza que me consumía se desvaneció, y dejé que el enojo tomara el control.
—¿Padre? ¿Preocupado? ¿Eres idiota, Olivia? ¡Déjame en paz! ¡Por tu culpa se llevaron lo único que me quedaba!
Ella me miró, confundida, sin comprender de qué hablaba. Su silencio solo avivó mi furia; necesitaba verla reaccionar, sentir que entendía el daño que había causado.
—Tenías razón, ¿sabes? Nunca debí meterme en tus asuntos. ¡Qué estúpida fui al intentar ayudarte! Pero tranquila, no volveré a cometer ese error. Espero que te largues de aquí, y que sea pronto.
Me alejé, con el corazón hecho pedazos. Quería llegar a casa, encerrarme en mi habitación y desaparecer del mundo, pero todo deseo de refugio se esfumó al verlo esperándome en la puerta. Me detuve en seco, mirándolo fijamente. Su sonrisa, cargada de satisfacción, me revolvió el estómago.
—¿Todavía quieres desafiarme? —preguntó con una calma que me enfureció aún más.
Tragué mi orgullo para responder, pero no pude ocultar la tristeza en mi voz.
—No.
—Entonces entra a la casa y límpiate. Estás hecha un desastre —dijo con desprecio—. Y quítate esos harapos, parecen de una campesina.
Entró sin mirar atrás, seguido por Olivia. Yo me quedé allí, sintiéndome la única que cargaba con el peso de lo ocurrido. Perder algo que pertenecía a mi mamá me dolía más de lo que estaba dispuesta a admitir.
Subí a mi habitación, me duché y me metí en la cama. Lloré hasta que padre volvió a buscarme.
—¿No piensas ir a tus clases? —dijo, cruzado de brazos, con esa mirada que tanto detestaba.
Lo miré desde mi cama, con la bata aún húmeda y la ira ardiendo en mi rostro.
—No. ¿Qué vas a hacer? ¿Golpearme? ¿O vender otra cosa que no te pertenece?
Bufó, como si mis palabras no le importaran.
—No entiendes nada, ¿verdad? Trato de enseñarte algo, pero te lo tomaste demasiado personal. Era algo sin valor, un estorbo.
Me levanté, aturdida por sus palabras. ¿Qué clase de lección pretendía darme? ¿Cómo podía justificar lo que había hecho?
ㅡ¡Tal vez para ti no significara nada, pero para mí era un pedazo de mi mamá! —mi voz se quebró, y aunque odiaba mostrarme vulnerable, no pude evitarlo—. ¡Nunca te lo voy a perdonar! ¡Lárgate de aquí! ¡Ya no me importa lo que hagas!
Él avanzó hacia mí con pasos pesados, su mirada cargada de furia. Me tomó del brazo con una fuerza que dolía y acercó su rostro al mío, gritando con una rabia que me heló la sangre:
—¡Deja de comportarte como una maldita niña! ¡Sé una mujer de verdad! ¡Tu madre está muerta, ¿entiendes?! ¡Muerta! ¡Y así seguirá por siempre!
La presión en mi brazo aumentaba, como si quisiera aplastar mi resistencia. El dolor era insoportable.
Intenté zafarme, pero su agarre era de hierro. Desesperada, supliqué: ¡Suéltame! Pero él no me escuchó. Jalé con todas mis fuerzas y grité: ¿Cómo puedes hablar así de ella? ¡Era la madre de tus hijas!
—¡Sí, era su madre! ¡Pero también era una inútil, igual que tú!
Me lanzó a la cama como si no fuera más que un objeto. Se marchó, dejando tras de sí un vacío que me consumía. Quise llorar, pero ya no tenía lágrimas. Solo me quedé ahí, rota.
Los días siguientes fueron un borrón de silencio y hambre. Genoveva insistía en que comiera algo, pero mi cuerpo se negaba. Solo quería volver a ver a mi mamá, como aquel día en el bosque. Quería saber si aquello había sido un sueño, entender por qué decía que no quería dejarnos.
¿S
ignificaba algo? ¿Qué pasó esa última noche? ¿Por qué no recuerdo más? ¿Por qué no pude despedirme de ella? ¿Por qué papá cambió tanto desde entonces?
Voy a descubrirlo. No importa cuánto me cueste. Lo lograré.