Clava tu daga en mi cuerpo si así he de ser libre yo.
Abrázame con las alas de la muerte, déjame sentir su calor.
Permíteme creer que esta será mi única salvación.
Clava tu daga en mi cuerpo si así he de ser libre yo.
Ábreme las puertas, que quiero escapar del dolor.
(...)
Me giré una vez más en la cama, desgastando esta con cada vuelta. Había perdido la cuenta de cuántas veces lo había hecho, y aunque no me faltaba sueño, estaba demasiado inquieta para dormir. Era como si el aire pesara, como si un único pensamiento se filtrara en la atmósfera, evitando cualquier descanso.
Mis ojos recorrieron la habitación una vez más, insistentemente, como si no lo hubieran hecho ya cientos de veces, buscando algo que no lograba identificar… hasta que se detuvieron en el cuerpo junto al mío.
Su pecho subía y bajaba en un ritmo pausado, ajeno a mi tormenta. Con suavidad, posé mi mano sobre él, permitiendo un instante de ternura, acariciándolo con un toque fugaz. En su rostro ya no había odio; su entrecejo no estaba fruncido, y de su boca no escapaban gritos ni injurias.
Suspiré, como si el peso de años acumulados se liberara por un instante.
Mientras dormía, Alessandro parecía tan pacífico. Pero al despertar, era el hombre más distante e irascible que había conocido. ¿Por qué cargaba siempre con ese escudo? ¿Por qué el enojo parecía ser su constante?
Me dolía admitirlo, pero su mera presencia me provocaba angustia y tristeza. La nostalgia de lo que alguna vez fue nuestro matrimonio me asfixiaba lentamente. No lograba recordar el punto exacto en el que todo se fracturó; quizás fue tan gradual que lo dejamos pasar sin darnos cuenta.
Sentía un vacío desgarrador. Extrañaba a mi familia, a mis padres, cuya calidez y apoyo necesitaba tanto. En su ausencia, me sentía abandonada, flotando sola en un océano de recuerdos.
Alessandro y yo éramos sombras el uno para el otro. La única luz en mi vida eran nuestras hijas, Olivia y Mariella. Ellas eran mi ancla, las guardianas de lo poco que quedaba de mi alma. Pero incluso ese amor no era suficiente para llenar el abismo en mi pecho, esa mancha oscura que se extendía con él cada día.
Con las manos temblando, me levanté, asegurándome de no despertarlo. Descalza, caminé por la fría casa, buscando en vano algo que me devolviera un ápice de esperanza. El corredor estaba oscuro, los retratos en las paredes eran apenas sombras de lo que alguna vez representaron.
En la cocina, el brillo de las botellas llamó mi atención. Llené una copa con vino, tratando de apagar con su dulzura la amargura que me consumía. Las primeras frutas de la noche acompañaron ese trago, pero incluso ese pequeño placer no logró encender nada en mí.
La noche avanzó lentamente, y yo seguí perdida entre mis pensamientos, que llegaban como un torrente incontrolable, sin forma ni descanso. Busqué consuelo en la música, tarareando una melodía que hacía años no tocaba en el piano.
Finalmente, al cruzar frente al despacho, una idea tomó forma en mi mente, una resolución que había evitado enfrentar.
Me repetía sin cesar: "Hazlo, busca."
Pero la incertidumbre me envolvió.
Volvía a insistir, como una voz persistente dentro de mí. Y entonces, sentía en mi pecho un dolor punzante. Ya no quedaba nada. Solo vacío.
Tragué saliva con dificultad. Era una decisión aparentemente sencilla, pero a la vez, un dilema que me desgarraba. Pensarlo demasiado me llevaba a caminar en círculos interminables, enredada en pensamientos que confrontaba con mis propias contradicciones.
Mis puños estaban tan tensos que las uñas comenzaban a lastimarme las palmas. La impotencia se convertía en lágrimas amargas, mientras la rabia me impulsaba a actuar, a liberarme.
Tomé unas hojas. Las llevé conmigo, junto a la copa, y me escabulle hacia el baño de la alcoba. La tina comenzaba a llenarse mientras mi mente se sumergía en un torrente de imágenes y emociones.
—Ojalá nuestra historia hubiera sido distinta...—Tome un poco de vino —Ojalá que estén bien—
Fragmentos fugaces atravesaron mi mente, como destellos dolorosos:
La imagen cristalina de Olivia dando sus primeros pasos. El abrazo cálido y protector de Mariella. Mi propia voz tocando mi canción favorita en el piano, dedicándole todo a ellas.
La duda, siempre vigilante, intentó colarse, pero el dolor no dejó espacio. Si esta era la única forma de alcanzar la libertad, entonces así debía ser.
Escribí:
“Amado esposo, mi alma se desgarra al decirte esto. Al fin he tomado una decisión. Espero que puedas entender, porque a pesar del daño que me has hecho, te perdono y, en lo más profundo de mi ser, te amo. Incluso cuando no quería aceptarlo ni reconocerlo.
"Por favor, cuida a nuestras niñas. No repitas los errores que cometiste conmigo. Haz que ellas se sientan amadas cada día, como yo intenté que tú te sintieras. Enséñales a ser buenas personas, guíalas con tus antiguos ideales; recuerda que el dinero no lo es todo. Que aprendan a disfrutar cada gota de felicidad, por pequeña que sea.
"Nosotros fracasamos, dejamos que este mundo cruel nos devorara. Pero te ruego, no permitas que ellas tengan el mismo destino.
"Hasta siempre, mi amor."
Doblé el papel con cuidado y lo dejé en el suelo, ese suelo impregnado de memorias desgarradoras. Las lágrimas se deslizaban como ríos; no podía contenerlas, tal como no había logrado controlar mi propia vida.
Vacía la copa de vino, la miré por unos momentos, girándola en mis manos. Una, dos veces, y pronto la copa yacía en el piso hecha añicos. Los fragmentos me atrapaban, reflejando el estado de mi alma: rota, despedazada.
El pequeño sonido de *"plic, plic"* sobre el suelo blanco me llamó la atención. Dos gotas de sangre destacaban. Levanté la vista y descubrí un corte en mi dedo. Apenas lo sentía. No importaba; era solo una herida más entre tantas otras.
No intenté limpiarlo. Con resignación, tomé uno de los fragmentos y entré en la tina.
"Hasta mañana, mis niñas. Las amo."
El dolor físico reemplazó al peso del daño emocional. Mis ojos se clavaron en el techo, mientras los nombres se deslizaban por mi mente.
Ale...
Olivia.
Mariella.
Espero que despierten mañana sin notar mi ausencia. Espero que, cuando lo hagan, puedan perdonarme. Espero que, al recordarme, vean mi liberación y no mi sufrimiento.
Ojalá sean felices.
Ojalá...
Con cada segundo que pasaba, me llenaba una paz extraña. Supe entonces que dejaba atrás la Tierra. El dolor había desaparecido, mi mente se desvanecía y, finalmente, me desped
ía de todo cuestionamiento. Mi alma sonreía al abandonar mi cuerpo y este mundo opresivo.