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Capítulo 31. Enemigos silenciosos

La noche había caído sobre Buenos Aires, y con ella, una calma engañosa cubría la ciudad. En la mansión Montenegro, las luces cálidas contrastaban con la tensión latente en el ambiente. Edgardo, con la camisa remangada y el ceño fruncido, revisaba informes en su despacho. Uno de sus hombres acababa de entregarle un sobre con fotos: Luis Morgan había sido visto saliendo de una casa de apuestas en Villa Lugano. Otra deuda. Otro problema.

—¿Cuánto sacó esta vez? —preguntó sin levantar la vista.

—Setenta mil —respondió el hombre.

Edgardo cerró los ojos un instante y su mandíbula se tensó. No podía permitir que esa basura siguiera poniendo en peligro a Rebecca. Marcó un número. Del otro lado, una voz respondió.

—A partir de esta noche, que lo vigilen cada hora, y si vuelve a tocar un centavo de los míos, lo traen a mí —ordenó con tono seco.

Mientras tanto, en el ala este de la mansión, Rebecca permanecía junto a la chimenea con una copa de vino en la mano. Sus pensamientos iban y venían e
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