Ella no pareció intimidarse. Con la naturalidad de quien conoce los códigos, se sirvió coñac, sorbió y se pasó la lengua por los labios como quien marca territorio.
—Tú siempre lo eres —replicó—. Esa cara tuya es de mujer. Te leo como un libro abierto: solo una fémina puede ponerte así.
Él entrecerró los ojos, dejando escapar una mueca que bordeaba la ironía y el cansancio.
—¿Adivina ahora? —musitó.
Rubí ladeó la cabeza con aire triunfante.
—No solo en la cama me defiendo —dijo en voz baja—. Tengo otros talentos.
Alessandro soltó una risa breve que no llegó a ser franca. Su camisa estaba desabotonada, el pelo revuelto; la mezcla le daba un aspecto vulnerable que no había querido mostrar ni a sí mismo. Rubí lo observaba, evaluándolo con gula contenida.
—¿Quieres otra verdad? —preguntó ella, empujando un poco la silla para acercarse—. Para quitar el mal de amores no hay nada mejor que un buen revolcón.
La frase, cruda y directa, cayó en la mesa como una provocación íntima. Rubí inclinó