Alessandro se pasó la mano por el cuello, el pulso aún acelerado por la tensión de la bodega. Solo había una cosa en su mente: ver a Natalia, apretarla contra su pecho y hacerla suya hasta que el mundo se borrara. Apenas terminó la reunión, ordenó al chófer que lo llevara directo a la villa; Marcello ya le había informado que ella estaba allí, revisada por un médico y en perfectas condiciones. Ese alivio, mínimo pero vital, le pegó como un golpe de aire frío en el pecho.
Cuando llegó a la mansión se bajó del coche y corrió hacia la entrada. En cuanto atravesó el umbral, Marcello aparecía bajando de la planta superior. Alessandro quiso subir de un salto, pero su amigo lo sujetó del brazo.
—Es mejor que vayamos a tu despacho. Tenemos que hablar. —La voz de Marcello sonaba firme, sin concesiones.
—Será en otro momento —contestó él, con los ojos ya puestos en la escalera—. Tengo que ver a mi mujer.
—No —lo detuvo Marcello con esa mirada que no admite réplicas—. Hay algo que debes saber an