Cuando Marcello la rescató, Natalia no hizo más que suplicar que no la devolviera a la villa. Le rogó que la dejara marchar lejos, que la sacara de allí para siempre: no quería volver a ver a Alessandro, quería borrar todo aquello que la hería. Él se negó y la trajo de regreso. Al principio se arrepintió de haber pedido huir, porque al llegar se topó con Ofelia: la mujer que desde el primer día la había tratado con ternura. Ofelia corrió hacia ella y la abrazó como si la fuera a deshacer en lágrimas; le palpó las manos, la cara, comprobó cada centímetro de su piel por si hubiese heridas, y acarició con devoción la curva de su vientre.
A Natalia se le conmovió el pecho. Ofelia era una de las pocas certezas buenas que había encontrado en aquella vida nueva —una lealtad genuina por la que no sentía culpa alguna—.
—Bambina, cuánto me alegra que estés bien —susurró Ofelia, secándose las lágrimas con el dorso de la mano—. Ven, vamos a tu cuarto; te vamos a atender como a una reina.
Natalia