Natalia se sentía acorralada por todo lo que estaba viviendo. Caminó sin rumbo, hundida en un torbellino de pensamientos, hasta llegar a Park Avenue. Sin saber bien por qué, se detuvo frente a la Grand Central Terminal. Alzó la vista y dejó que la vista se le llenara de mármol y piedra: la gloria del comercio —Minerva, Mercurio y Hércules— vigilando desde lo alto, y justo debajo, el reloj de cristal de Tiffany custodiado por las águilas.
Entró a la estación como quien busca perderse entre la multitud. El ir y venir apresurado de los viajeros la distrajo un poco; el murmullo de la gente, los anuncios que parpadeaban en la pantalla de salidas y llegadas, los balcones ocupados por oficinas y esa bandera enorme que pendía en el vestíbulo ofrecían un caos que, por un rato, la calmó. Observó los ventanales filtrando la luz, el emblemático reloj central batiendo su puntualidad, y se dejó llevar por la energía del lugar.
Deambuló sin objetivo y acabó en la Galería de los Susurros, uno de esos