Alessandro estaba realmente furioso al enterarse de que Anabella estaba detrás del secuestro de Natalia. La rabia le quemaba la sangre, tan intensa que, al ver el video, lanzó el teléfono contra el suelo con un golpe seco que resonó en todo el despacho. Sus ojos, oscuros y encendidos, parecían brasas. Lo que le habían hecho a su esposa lo pagarían muy caro.
Reunió a todos sus hombres en La Camorra, el lugar donde la organización de los Farreti celebraba sus reuniones y desde donde dirigían el negocio. Caminó entre ellos con pasos firmes, los hombros tensos, el ceño fruncido. La tensión era tan densa que nadie se atrevía a hablar.
—Quiero una respuesta inmediata a lo que han hecho hoy los Rossini —ordenó con voz grave, cargada de furia contenida—. Han tocado a mi esposa… y esta ofensa no la toleraré.
Uno de sus lugartenientes, nervioso, levantó la mirada.
—¿Dónde quiere que ataquemos, jefe?
Alessandro se inclinó ligeramente hacia él, apoyando ambas manos sobre la mesa de madera, sus nu