Victoria Montenegro lo tenía todo: una fortuna familiar, una vida privilegiada y un matrimonio aparentemente perfecto. Hasta que una noche despierta en una habitación de hotel, víctima de una elaborada trampa que amenaza con destruir no solo su reputación, sino todo el imperio que sus padres construyeron. El destino la cruza con Ricardo Montiel, un poderoso empresario que también ha sido víctima de una traición similar. La única salida parece ser un matrimonio de conveniencia entre ambos, una alianza peligrosa que podría salvarlos o hundirlos definitivamente. Mientras navegan entre mentiras y verdades a medias, Victoria y Ricardo deberán decidir si pueden confiar el uno en el otro, o si están cayendo en una trampa aún más elaborada. En un mundo donde el poder y la traición van de la mano, ¿podrá surgir algo verdadero de un matrimonio basado en beneficios? Y lo más importante, ¿podrá llegar a surgir el amor?
Leer másHan pasado tres meses desde aquel aciago día en que, inesperadamente, perdí a mis queridos padres en un trágico accidente de auto. Ese día no solo perdí a las personas que más amaba, sino también mi libertad al verme obligada a heredar el imperio de mi familia. Y, para colmo, mi esposo, Carlos, cada vez está más ausente: apenas nos vemos en casa, no contesta mis llamadas y, cuando lo hace, es con un escueto mensaje.
El golpeteo de tacones sobre el mármol me sacó de mis pensamientos. Ana, mi mejor amiga desde la universidad, apareció en el umbral de la puerta con esa sonrisa radiante que siempre parecía iluminar cualquier habitación. — Suficiente por hoy, workaholic —declaró Ana, acercándose al escritorio de caoba que antes pertenecía a mi padre—. No puedes seguir enterrándote en trabajo para evadir el dolor. Dudé un momento, mi mano instintivamente buscando el celular. La foto de Carlos iluminó la pantalla mientras marcaba su número. Un tono, dos, tres... Buzón de voz, como siempre últimamente. — Carlos no contesta —murmuré, con una punzada de dolor atravesándome el pecho. Las cenas solitarias y la frialdad en sus ojos se habían vuelto mi nueva rutina. — Con más razón necesitas esto —Ana tomó mi bolso y prácticamente me arrastró fuera de la oficina. El Bentley de Ana nos llevó hasta el Club Luxe, un imponente edificio art déco en la zona más exclusiva de la ciudad. — ¿El Luxe? —pregunté, reconociendo la fachada—. Ana, sabes que mi padre... — Tu padre era socio fundador, lo sé —me interrumpió mientras descendíamos del auto—. Este lugar también es parte de tu legado. Por eso vinimos aquí, es seguro. El vestíbulo, con sus candelabros de cristal y mármol negro veteado en oro, desprendía el mismo lujo discreto que recordaba. El maître me reconoció con una leve reverencia, y atravesamos el salón principal donde una orquesta de jazz amenizaba la velada. Ana me guió hacia el ascensor privado que conducía al piso VIP, un espacio exclusivo reservado para los miembros más selectos. El club era todo lo que cabría esperar de un establecimiento frecuentado por la élite: luces tenues, música suave y personal discreto que se movía como sombras atendiendo a los clientes. La suite VIP que Ana reservó tenía vista a la ciudad y mobiliario que gritaba exclusividad. El ambiente era sofisticado. Nos acomodamos en uno de los elegantes sillones de terciopelo mientras un camarero de smoking nos entregaba la carta de bebidas. Ana la rechazó con un gesto casi brusco; parecía que tuviera todo calculado. Noté que sus dedos tamborileaban nerviosamente en la mesa mientras susurraba algo al camarero, quien asintió con una extraña complicidad. La observé con curiosidad. Nunca la había visto nerviosa en nuestras salidas. — ¿Sucede algo, Ana? —pregunté al verla así—. Si es el dinero... — ¡No, no es eso! Quiero que hoy sea un día inolvidable para ti. Te va a encantar lo que pedí —me aseguró con un guiño gracioso—. Este lugar tiene los mejores cócteles de la ciudad.¡Me encanta! Me removí incómoda en el asiento. No había estado aquí desde la última vez que vine con mi padre, hacía ya más de un año. Me costaba relajarme por completo; mi mente seguía atrapada en los pendientes del trabajo y, por supuesto, en las innumerables preguntas sin respuesta sobre Carlos. Los recuerdos amenazaban con abrumarme, pero Ana, con su inagotable energía, parecía tener la misión de distraerme. Una copa de martini apareció en mi mano antes de que pudiera protestar. — Brinda conmigo —dijo, animada—. Hoy es una noche para olvidar todo. Traté de seguirle el juego, de sonreír, pero mi mirada terminó perdida en uno de los ventanales que mostraban la bulliciosa ciudad abajo. Luego en la copa del elegante martini que tenía frente a mí. Ana sonreía y se tomó de un golpe su bebida. — ¡No seas cobarde! —insistió Ana, con una intensidad que me pareció excesiva. Sus ojos no dejaban de alternar entre mi copa y la puerta—. Carlos ni se va a enterar. No sabes dónde puede estar a esta hora. Algo en su tono me inquietó. Ana nunca había sido tan insistente con el alcohol. Conocía perfectamente que yo apenas bebía. — Sabes que no me gusta beber mucho, Ana —dije, pero al ver cómo insistía le di un sorbo—. No me la tomaré de un golpe como tú; jamás podría y lo sabes. — De acuerdo. Voy al baño —anunció, consultando su reloj por tercera vez en cinco minutos. Recogió su bolso con movimientos nerviosos—. ¡No te atrevas a irte! Y termínate esa copa, ¿eh? —añadió con una sonrisa que no llegó a sus ojos. Me quedé sola en la suite por unos minutos. La música suave del club se mezclaba con el lejano murmullo de la ciudad. Observé la copa de martini, girando el líquido con lentitud mientras suspiraba, tratando de decidirme a beber. Ana tenía razón: Carlos ni siquiera sabía dónde estaba esta noche. Quizá ni siquiera le importaría saberlo. Mi corazón se sentía pesado; cada pensamiento aumentaba el peso en mi pecho. Me sentía realmente sola. Tomé otro pequeño sorbo mientras mis pensamientos iban y venían entre recuerdos de noches felices antes de que las cosas comenzaran a desmoronarse. Miré mi teléfono con la esperanza de ver un mensaje de Carlos, pero nada. Ni una llamada, ni un mensaje. Solo el frío vacío de una pantalla que me hacía recordar lo distante que estaba todo en mi vida últimamente. Volví a mirar por la ventana cuando comencé a sentir un extraño mareo. Apenas había dado dos sorbos de martini cuando la habitación comenzó a girar. Al tiempo que un calor agobiante se extendió por mi cuerpo como fuego líquido, nublando mis pensamientos. Mis piernas flaquearon mientras intentaba levantarme. — Ana... algo... algo no está bien conmigo —balbuceé, tratando de llamarla, pero mi amiga ya no estaba allí. Una niebla pesada nublaba mis sentidos mientras un calor insoportable me recorría el cuerpo. Mi mente gritaba que algo andaba terriblemente mal. — Ana... —la llamé de nuevo—. Ana, no me siento bien. Todo se volvía más oscuro mientras el calor aumentaba como un volcán interior. Intenté moverme, escapar, pero mis fuerzas se desvanecían rápidamente. Mi mente luchaba por conectar la desaparición de Ana con lo que me estaba sucediendo, pero la confusión me arrastraba hacia un abismo. El sonido de la puerta al abrirse me trajo un leve alivio. Pero los pasos que se acercaban, inestables y lentos, me hicieron encogerme. Entrecerré los ojos tratando de ver con mayor claridad. La figura del hombre se recortó contra la luz: alto, elegante, amenazador. Pero lo que más me aterrorizó no fue su presencia, sino la lujuria con que me miraba. Y lo supe, esto había sido cuidadosamente planeado. — ¿Quién es usted? —conseguí balbucear, mientras la oscuridad me engullía.VICTORIA: El aire en la sala del juzgado se sentía pesado, cargado de tensiones y verdades a punto de estallar. Observé a Carlos sentado al otro lado, con esa sonrisa arrogante que tanto había llegado a despreciar. A su lado, Ana, mi supuesta mejor amiga, evitaba deliberadamente mi mirada. La traición tiene cara de mujer, pensé con amargura. El murmullo de la veintena de personas presentes se apagó gradualmente cuando el ujier golpeó tres veces el suelo con su bastón ceremonial. El secretario judicial, un hombre delgado de cabello canoso, se incorporó con parsimonia. El roce de su toga negra contra la madera creó un susurro que reverberó en el silencio expectante. Se ajustó las gafas con un gesto que denotaba años de práctica y, tras aclararse la garganta, comenzó la letanía oficial: —En el Juzgado de Primera Instancia número cinco de Madrid, siendo las diez horas del quince de septiembre del dos mil veinticinco, se constituye la sala para la vista del caso doscientos siete del.
VICTORIA:Había evitado regresar a la casa que compartía con Carlos. Mi tío se había encargado de todo. Yo había escapado a otra propiedad. Después de firmar el contrato con Ricardo Montiel, no quería saber nada más. Fue entonces cuando el dolor de la doble traición me golpeó. Seis años llevaba de relación y jamás sospeché nada. Ana, la amiga que consideraba mi hermana, se había confabulado con mi esposo, el hombre por el cual había enfrentado a mis padres antes de su desastrosa muerte para tenderme una cruel trampa. Me sentía culpable, porque en la última visita, mis padres intentaron persuadirme de que Carlos solo deseaba mi dinero. Pero estaba ciega. No me molestaba cumplir con todos sus caprichos hasta que me hice cargo de la empresa y vi que el dinero no era tan fácil de ganar. El discreto refugio que había elegido no era más que una cabaña alejada del tumulto de la ciudad, un lugar sin lujos ni adornos, pero sorprendentemente adecuado para mis pensamientos rotos. A pesar d
ALBERTO MONTENEGRO:Observé en silencio desde el sillón de cuero negro la acalorada discusión que se desarrollaba frente a mí. Como abogado de la familia Montenegro durante más de treinta años, estaba acostumbrado a mediar en situaciones tensas, pero ver a mi caprichosa sobrina Victoria enfrentarse a Ricardo Montero era un espectáculo particular que me llenaba de interés. Desde mi posición privilegiada en el despacho, podía estudiar cada movimiento de ambos. Victoria, con su característico temperamento caprichoso, acostumbrada a salirse con la suya desde que nació, mantenía los puños cerrados, mientras sus ojos verdes, tan parecidos a los de mi difunto amigo, echaban chispas. Me había pedido expresamente que sacara del contrato el matrimonio; lo hice para ver la reacción de él. Ricardo Montiel, por su parte, conservaba la calma y la en
Miré a Ricardo Montiel cuando se puso de pie por primera vez. A pesar de su aspecto momentáneamente desaliñado, su porte era innegablemente apuesto. Era alto, rozando el metro noventa, con un cuerpo atlético moldeado por años de ejercicios. Las facciones cinceladas de su rostro estaban enmarcadas por un cabello negro azabache perfectamente recortado, aunque ahora ligeramente despeinado. Pero lo que más me llamó la atención fueron sus ojos de un verde profundo, que transmitían una determinación seguida de una elegancia natural que me impresionó. Vestía un traje de corte italiano que, incluso arrugado, delataba su elevado precio y buen gusto.Se movía pausadamente pero con la seguridad de alguien acostumbrado a dominar cualquier habitación en la que entrara. Una barba incipiente, que en cualquier otro hubiera parecido descuidada, en él añad&iacut
Me percaté de inmediato de que Victoria Montenegro no estaba acostumbrada a que la trataran de esa manera; el brillo en su mirada lo decía todo. Su tío se recostó en la silla y cruzó los brazos con una incipiente sonrisa disimulada, mirándonos como si disfrutara de nuestra confrontación. El bar, a esa hora, estaba relativamente vacío, y nosotros tres éramos una atracción llamativa. Ella miró alrededor y se volvió a sentar, pero manteniendo su postura erguida y desafiante.Me mantuve firme, volviendo a enderezar mi estrujado traje. Aunque no me gustaba la joven caprichosa delante de mí, no era tonto. Sabía que de Victoria dependía mi futuro en ese momento. Tampoco se me había escapado la incipiente sonrisa de complacencia del señor Montenegro al ver cómo yo intentaba doblegar a Victoria, lo que me dio un atisbo de esperanza de que me apo
Miré los ojos del señor Alberto Montenegro al tiempo que el camarero servía las bebidas. El whisky brillaba con tonos ámbar bajo la luz tenue del restaurante. Tomé mi vaso y me bebí el contenido de un golpe; necesitaba ese valor líquido. Esta tragedia la podía convertir a mi favor. No por gusto había creado una empresa multimillonaria de la nada; sabía reconocer las oportunidades incluso en los peores momentos. Era cierto que había cometido un crimen contra Victoria Montenegro, y que me perseguiría toda la vida. Pero también era cierto que a mí me habían drogado igual que a ella. Por lo visto, su esposo Carlos se había confabulado con mi socio Santiago para apoderarse de lo que nos pertenecía a ambos. Me enderecé en mi asiento, decidido a decir toda la verdad. —Señor Montenegro —comencé lo má
Último capítulo