Miré a Ricardo Montiel cuando se puso de pie por primera vez. A pesar de su aspecto momentáneamente desaliñado, su porte era innegablemente apuesto. Era alto, rozando el metro noventa, con un cuerpo atlético moldeado por años de ejercicios. Las facciones cinceladas de su rostro estaban enmarcadas por un cabello negro azabache perfectamente recortado, aunque ahora ligeramente despeinado. Pero lo que más me llamó la atención fueron sus ojos de un verde profundo, que transmitían una determinación seguida de una elegancia natural que me impresionó. Vestía un traje de corte italiano que, incluso arrugado, delataba su elevado precio y buen gusto.
Se movía pausadamente pero con la seguridad de alguien acostumbrado a dominar cualquier habitación en la que entrara. Una barba incipiente, que en cualquier otro hubiera parecido descuidada, en él añad&iacut