4. BUSCANDO ALIADOS

 No podía creer lo que acababa de suceder. ¿Cómo no había visto antes su traición? Como pude, me puse de pie. Las risas burlonas de ambos resonaban en mis oídos mientras mi mundo se desmoronaba. Cada recuerdo feliz se teñía ahora de un color diferente, revelando señales que mi corazón se había negado a ver.  

 Con las piernas temblorosas y la dignidad hecha pedazos, me obligué a caminar. Recogí las bolsas con los regalos que ahora me parecían una prueba más de mi ingenuidad. Cada paso hacia la puerta era una tortura, pero me negué a darles la satisfacción de verme correr. Sus carcajadas me persiguieron hasta el pasillo, donde finalmente las lágrimas comenzaron a caer sin control.  

Tras salir de la casa, mi pecho estaba quemado de dolor, pero mi mente ya había comenzado a calcular los próximos pasos. Sabía la verdad, y no me iba a dejar rendir tan fácilmente. Si ellos dos pensaban que me habían vencido, no me conocían en verdad. A pesar de toda la mugre que habían lanzado sobre mí, había salido algo claro: estaban juntos en su traición, pero eso no significaba que estuvieran unidos. Me monté en mi auto y conduje sin percatarme de a dónde iba. Necesitaba pensar qué hacer.  

Ana se había pegado a mí en la universidad, y de a poco se había metido en mi vida y se había convertido en mi mejor amiga, alguien en quien confiaba ciegamente. Ella me había presentado a Carlos. El chico guapo de la universidad, de una familia media. Era tan atractivo y se hacía el desinteresado, nunca aceptando que yo pagara nada, que me hizo creer en él.  

Carlos y Ana habían tejido una red de mentiras tan perfecta que, por un instante, me habían hecho dudar de mí misma. Pero mientras más pensaba en los detalles, más claro se hacía el origen de todo esto: ambos habían planeado cada movimiento con precisión.  

 Conducía sin rumbo, con las manos aferrándose al volante, cuando mi subconsciente me llevó al único lugar donde podría encontrar refugio. Para cuando me di cuenta, estaba frente a la casa de la persona en quien mi padre más confiaba.  

 Unos toques en la ventanilla de mi auto hicieron que girara la cabeza para encontrarme con el rostro amable de mi tío. Abrí y, sin darle tiempo a preguntar, me lancé en sus brazos y lloré a gritos mientras él no sabía qué me pasaba. Solo se dedicó a darme palmaditas en la espalda. Fue en ese instante cuando me percaté de algo: me sentía muy segura en su abrazo, como recordaba sentirme en los de mi padre.  

—Tío, por favor, ayúdame. No puedo perder la compañía de mis padres, que es el trabajo de sus vidas —le dije de pronto.  

Mi tío me sostuvo con firmeza, y aunque su rostro reflejaba preocupación, también transmitía una calma que parecía envolverme. Me miró directamente a los ojos, intentando descifrar el huracán que se había desatado en mi interior.  

—Tranquila, niña —dijo con una sonrisa amable—. Primero entra, toma algo de aire, y luego me cuentas qué está pasando.  

Asentí en silencio. Mis piernas temblaban, pero me dejé guiar por él hacia la puerta. Apenas crucé el umbral, la familiaridad de su casa me golpeó con fuerza. Era un espacio del que siempre había guardado los mejores recuerdos; un refugio durante mi infancia y, ahora, quizás mi única esperanza.  

Nos sentamos en la sala y, cuando me ofreció un vaso de agua, lo tomé con manos aún temblorosas, bebiendo despacio. Finalmente, decidí empezar desde el principio: desde Ana, desde Carlos, desde los días felices que ahora parecían tan lejanos. Su rostro se endureció a medida que hablaba, y aunque no interrumpió ni una sola vez, podía sentir que comprendía la profundidad de mi dolor.  

—Lo que me hicieron no tiene nombre, tío —dije mientras las lágrimas comenzaban a acumularse de nuevo en mis ojos—. Ellos planearon todo, jugaron conmigo, manipularon mi vida, y todo para quedarse con la empresa de mis padres.  

—Pues lo primero que debemos hacer es encontrar al hombre que te violó. Si podemos demostrar que lo hizo, no estás siendo infiel dentro del matrimonio —dijo mientras guardaba las fotos—. ¿No recuerdas nada de él? Pagaré todo el dinero necesario para que te ayude. Carlos y Ana no tienen más dinero que nosotros. Haremos que te ayude.  

¿Encontrar al hombre que me violó? Un estremecimiento recorrió todo mi cuerpo al recordar esa noche que ellos habían diseñado para destruirme. Mi respiración se volvió irregular, y por un momento, sentí que el aire parecía insuficiente, una prisión invisible construida por el dolor y la humillación.  

—No recuerdo su rostro —confesé en un susurro—. Todo fue muy confuso. Sé que había alguien en esa habitación, tío. Sentía cómo me quitaban la ropa. Pero, más allá de eso, mi memoria es un vacío. ¡Oh, espera, tío! Esta mañana encontré un gemelo de oro con las iniciales R. M.  

Rápidamente lo saqué de mi bolso y se lo entregué a mi tío, que frunció de inmediato el ceño. Se levantó sin decir nada, acercándose a la ventana y lo examinó detenidamente. Luego se giró hacia mí con expresión desconcertada.  

—Hija, ¿estás segura de que lo encontraste en la habitación donde sucedió todo? —preguntó con cautela—. ¿No lo cogiste de otro lugar?  

 Las palabras de mi tío me preocuparon por unos segundos. Pero estaba segura de que esa mañana, lo había encontrado entre las cosas que quedaron desperdigadas. Era un objeto aislado, y extraño en el espacio de mi confusión.  

—Sí —afirmé, aunque con incertidumbre—. Estoy segura. Lo encontré allí. Estaba en el suelo, justo al lado de mis ropas. Tiene que haberse caído cuando me la quitaba. ¿Por qué?  

 Mi tío sostuvo el gemelo como si fuera una bomba a punto de estallar. Su rostro, normalmente sereno, se transformó en una máscara de preocupación que solo aumentó mi inquietud.  

—R. M. —dijo en voz baja, mientras volvía a analizar las iniciales grabadas con precisión en la superficie dorada—. Yo reconozco estas iniciales, hija. No creo que el dueño de este gemelo se pusiera de acuerdo con Carlos y Ana para hacerte eso. Esto es más grande de lo que crees.  

—¿De quién hablas, tío? ¿Conoces al dueño? —pregunté con curiosidad—. ¿Quién es?

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