Con las manos temblorosas, acomodé los regalos en la bolsa: el reloj que él tanto había admirado en su última visita a Suiza, esos gemelos de oro que siempre había querido y la bufanda de cashmere que una vez señalé en el escaparate. También la llave de ese auto último modelo que tanto me había rogado que le comprara. Tres meses habían pasado desde nuestra última discusión por negarme a comprarle todo lo que se le ocurría.
Pero ahora me encontraba en una situación difícil. Carlos me había encontrado desnuda en una habitación de un hotel, aunque estaba sola. Insistió en que lo había engañado con un hombre. Y todavía no podía encontrar a mi mejor amiga Ana. Después de pensarlo mucho, me decidí por complacer a Carlos a pesar de la difícil situación que tenía en la empresa que había heredado de mis padres y que aún no dominaba por completo. Apreté los dientes y le compré todo. Tenía que contentarlo para poder explicar lo sucedido; tenía que entender que yo jamás lo traicionaría. Lo amaba demasiado como para hacer algo como eso. "Suficiente tiempo ha pasado desde que me pidió todo esto", pensé. "Para que las heridas empiecen a sanar debo regalarle todo esto". Respiré profundamente antes de cerrar la bolsa y salí con ella en mano hacia nuestra penthouse. Cada paso que daba parecía un recordatorio de mi error, o de lo que parecía un error, porque en el fondo sabía que no había hecho nada malo… o eso recordaba. Aquel martini, Ana desaparecida, Carlos y sus acusaciones desmesuradas… Las fotos en la cama. Todo parecía una red de mentiras y trampas que se había tejido con la intención de rompernos. Pero ¿quién tendría tanto interés en destruirnos? Esa pregunta me carcomía mientras el ascensor subía. Mi corazón latía con fuerza mientras introducía la llave en la cerradura. Todo estaba fuera de lugar, las cosas tiradas con violencia, esparcidas, rotas por doquier. Miré todo sintiéndome culpable por haber herido a mi adorado esposo hasta el punto de enloquecer y hacer este desastre. Me quedé quieta, sin saber qué hacer, en el centro del salón. Entonces, el silencio de la casa fue interrumpido por sonidos ahogados que venían de la habitación principal. Mi corazón se contrajo con un presentimiento oscuro. Caminé despacio, por inercia, sin querer creer lo que ya mis oídos me decían. La puerta del dormitorio estaba entreabierta. Bastó un vistazo para que mi mundo se desmoronara: ahí estaba Carlos, mi esposo, con su cuerpo atlético y ese rostro que tantas veces me había cautivado. Sus ojos negros, que antes me miraban con amor, ahora mostraban un destello frío y calculador que nunca había visto. Su cabello negro estaba revuelto por la pasión del momento. Estaba entrelazado con Ana. Ella gemía bajo él, su cabello castaño rojizo cayendo en ondas sobre sus hombros desnudos. Al verme, me devolvió una mirada triunfante mientras sus labios se curvaban en una sonrisa maliciosa que delataba su verdadera naturaleza. Las bolsas se deslizaron de mis manos, y el estruendo de los regalos al estrellarse contra el suelo provocó que la pareja se sobresaltara. —¿Por qué? —La pregunta salió en un grito ahogado. —¿Ustedes dos…? Ana soltó una risa cruel mientras se incorporaba sin pudor, mostrándose en su hermosa desnudez y caminando despacio, enrollándose en las sábanas que compartía con mi esposo. —¿En serio eres tan ingenua, Victoria? —se burló Ana, acercándose a Carlos, quien la rodeó con sus brazos. —¿Creíste que alguien como él podría estar realmente enamorado de alguien tan simple como tú? Carlos sonrió con desprecio, besando el cuello de Ana mientras me miraba fijamente. —¿Te sorprende, querida? Ana sí es una mujer de verdad, no una niña rica jugando a ser empresaria. —Espetó con desprecio. —¿Pensaste que me había casado contigo por amor? Solo quería tu dinero y tu empresa; siempre fuiste tan fácil de manipular. —Tan desesperada por amor que nunca viste lo obvio —añadió Ana con malicia—. Carlos y yo llevamos juntos desde antes de tu boda. ¿Recuerdas esos viajes de negocios? Estábamos juntos, riéndonos de tu ingenuidad. Ana, a unos pasos detrás de él, soltó una risa que se clavó en mis oídos como agujas. Cada palabra y gesto de burla retorcida revelaba la cruel naturaleza de dos personas que nunca me habían querido, pero que habían fingido ser esenciales en mi vida. —¿Recuerdas cuando llorabas en mi hombro porque Carlos estaba distante? —Ana soltó una carcajada mientras se envolvía más en la sábana—. Oh, Ana, ¿qué hago mal? ¿Por qué Carlos ya no me desea? —me imitó con voz chillona—. Eras tan patética. —Siempre fuiste tan fácil de manipular —añadió él, acercándose—. Bastaba con mostrarme un poco distante y corrías a comprarme regalos caros. ¿Sabes cuántos de esos relojes y joyas terminaron siendo vendidos? Con ese dinero Ana y yo nos dimos la gran vida. Carlos se acercó y se inclinó ligeramente hacia mí, me tomó por la barbilla con firmeza, levantando mi cabeza para que lo mirara a los ojos fijamente. —Una heredera tonta que solo tuvo que nacer en la familia correcta —Carlos me apretó el mentón con fuerza—. Mírate ahora, tan destrozada como esas empresas que intentas dirigir. ¿Realmente creíste que alguien podría amarte por quien eres? Todo lo que tienes es tu dinero, Victoria. Y pronto, ni eso te quedará. El martini en el hotel, por supuesto. Ahora todo cobraba sentido. Ana había insistido en pedirlo ella misma, con esa sonrisa cómplice con el camarero que yo había interpretado como genuina amabilidad. Mientras yacía inconsciente, habían montado toda esta farsa de la infidelidad, tomando fotos que ahora usarían para chantajearme. Cada detalle había sido meticulosamente planeado: la habitación reservada, mi supuesta infidelidad, incluso mi mejor amiga “desaparecida” que en realidad estaba ocupada documentando mi caída —Da igual lo que digas o hagas, porque nadie te va a creer. —De un cajón sacó un sobre manila y arrojó los papeles a mis pies. —¡Quiero el divorcio y todo lo que posees, incluida esta casa, o estas fotos llegarán a todos los medios! ¿Qué dirán tus socios cuando vean a la heredera del imperio familiar comportándose como una cualquiera? Las lágrimas corrían por mi rostro mientras las fotografías se esparcían por el suelo. Mi padre me lo había advertido en su lecho de muerte: "Victoria, no confíes en nadie cuando se trata de dinero y los negocios familiares". Pero yo, ciega por el amor y la amistad, había ignorado todas las señales. Las palabras de papá resonaban ahora con dolorosa claridad en mi mente. Nunca le gustó Ana, y mucho menos Carlos, desde la universidad me habían engañado, esperando el momento propicio para arrebatarme todo. ¿Qué iba a hacer ahora?