Han pasado tres meses desde aquel aciago día en que, inesperadamente, perdí a mis queridos padres en un trágico accidente de auto. Ese día no solo perdí a las personas que más amaba, sino también mi libertad al verme obligada a heredar el imperio de mi familia. Y, para colmo, mi esposo, Carlos, cada vez está más ausente: apenas nos vemos en casa, no contesta mis llamadas y, cuando lo hace, es con un escueto mensaje. El golpeteo de tacones sobre el mármol me sacó de mis pensamientos. Ana, mi mejor amiga desde la universidad, apareció en el umbral de la puerta con esa sonrisa radiante que siempre parecía iluminar cualquier habitación. — Suficiente por hoy, workaholic —declaró Ana, acercándose al escritorio de caoba que antes pertenecía a mi padre—. No puedes seguir enterrándote en trabajo para evadir el dolor. Dudé un momento, mi mano instintivamente buscando el celular. La foto de Carlos iluminó la pantalla mientras marcaba su número. Un tono, dos, tres... Buzón de voz, como si
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