Sofía, una joven de orígenes humildes, se enfrenta a una encrucijada desesperada: salvar a su hermano enfermo del corazón. Su destino cambia radicalmente cuando acepta la oferta de Don Jan Carlo Ferreti, un millonario con un secreto mortal, quien le ofrece una fortuna a cambio de casarse con su arrogante y egoísta sobrino, Estuardo. Pero este matrimonio es sólo el principio del juego, y le espera una trama mayor...
Ler mais—Señorita Martínez... —dijo el doctor en un tono suave, pero solemne, dejando que sus palabras flotaran un momento antes de continuar—. Lamento decirle que la situación de su hermano Pablo es más delicada de lo que habíamos pensado.
El aire pareció desaparecer de la habitación.
Sofía apenas pudo mantener el equilibrio, sintiendo que sus rodillas amenazaban con ceder bajo el peso de las palabras que aún no se habían pronunciado del todo.
—¿Qué... qué significa eso? —preguntó, su voz apenas un susurro. Era como si temiera escuchar la respuesta.
El doctor la miró con ojos compasivos, pero no se detuvo. Su deber era decir la verdad, y no había manera de suavizarla.
—Pablo necesita asistencia para que su corazón siga funcionando. —Hizo una pausa breve, evaluando la reacción de Sofía antes de continuar—. Necesitará aparatos que le ayuden a bombear la sangre hasta que podamos encontrar un donante para un trasplante.
Cada palabra del doctor resonaba como un eco en la mente de Sofía, y mientras más lo escuchaba, más fría se volvía su piel.
—¿Hasta que encuentren un donante? —repitió Sofía, con la voz rota.
El doctor asintió, con el rostro serio.
—Esos aparatos son costosos, señorita Martínez —dijo con voz grave—. Muy costosos. Y, sin ellos, su corazón no resistirá mucho más tiempo. Lo siento, pero es la única opción para mantenerlo vivo mientras esperamos un trasplante.
El silencio cayó entre ellos, pesado, casi palpable.
Las palabras del doctor flotaban en el aire, y Sofía apenas podía procesarlas. Aparatos... costosos... o Pablo moriría.
—¿Cuánto... cuánto tiempo tiene? —preguntó, finalmente, con un nudo en la garganta.
El doctor dudó un momento antes de responder.
—Semanas, tal vez. Menos si no actuamos rápido.
El corazón de Sofía latía desbocado, y sin embargo, se sentía completamente impotente.
¿Cómo se suponía que podía pagar algo tan caro?
No era rica, apenas y llegaba a fin de mes.
Miró al doctor, tratando de encontrar una solución en su rostro, pero no había respuestas fáciles.
No está vez.
—¿Y si no puedo pagarlo? —Su pregunta salió más débil de lo que esperaba, casi como una súplica.
El doctor bajó la mirada, apretando los labios. Él ya sabía lo que eso significaba, pero pronunciarlo sería cruel.
—Lamentablemente, los aparatos no son cubiertos por todos los seguros. Le sugiero que comience a buscar alguna forma de financiarlo, porque su hermano depende de ello. Sin esos aparatos... Pablo no sobrevivirá.
Sofía sintió como si la habitación se inclinara, como si el suelo desapareciera bajo sus pies.
No podía perderlo.
Pablo era su hermano menor, su pequeño, el niño al que había visto crecer, proteger, y cuidar desde que ambos eran pequeños.
Desde que su madre murió, un sentimiento maternal se originó en sus medios hermanos menores.
La idea de perderlo la desgarraba de adentro hacia afuera.
Sus manos temblaban mientras aferraba su teléfono, desplazándose por sus contactos con una urgencia que rozaba el pánico.
Cada nombre le parecía una isla lejana en un mar tormentoso; nadie podía ofrecer el salvavidas que desesperadamente necesitaba.
—Señorita —la voz de la enfermera era suave pero insistente—. No puede quedarse aquí. Por favor, muévase a la sala de espera.
Aturdida, Sofía obedeció, sus pies se movían como en piloto automático.
Empujó la puerta hacia la sala de espera, un lugar donde el tiempo parecía detenerse, saturado con el olor a antiséptico y preocupación.
Las luces fluorescentes parpadeaban arriba, proyectando un resplandor indiferente sobre las sillas desiguales y las revistas desactualizadas esparcidas sobre una mesa baja.
Su visión se nublaba, las lágrimas amenazaban con desbordarse.
El rostro de Pablo apareció ante sus ojos—la sonrisa traviesa, la energía inagotable, ahora ensombrecida por la amenaza de la enfermedad.
De pronto su cuerpo chocó una mujer extraña y provocó que sus cosas cayeran al suelo.
Sofía sin dudarlo, se disculpó y ayudó a la señora a levantar los objetos de su bolso.
—¿Sofi?Niña, estás bien?
La voz era profunda, rica, con un acento que llevaba el peso del dinero antiguo y los modales refinados.
Sobresaltada, Sofía levantó la mirada para ver a Don Jan Carlo, su cabello plateado impecable, su traje perfectamente ajustado.
Sus ojos, de un verde penetrante, la observaban con una mezcla de curiosidad y preocupación.
—Lo siento —susurró, secándose los ojos con el dorso de la mano—. Es que… no sé qué hacer.
Había jugado al ajedrez unas cuantas veces con el viejo señor Don durante su estadía en el hospital, el anciano estaba de buen humor y, a diferencia de su aspecto serio, no tenía la condescendencia de un hombre rico.
—Cuéntame —dijo él suavemente, sentándose en la silla junto a la de ella. Había una autoridad en su presencia, un mando silencioso que la hacía querer confiar en él.
—Mi hermano —empezó, su voz vacilante—. Está empeorando... Necesita aparatos para su corazón, y cuesta tanto dinero. Yo… —Su voz se quebró, y enterró el rostro en sus manos, el peso de la desesperación aplastando su espíritu.
—¿Cuánto? —El tono de Don Jan Carlo era calmado, medido.
—Más de lo que podría pagar jamás —respondió, levantando la cabeza para encontrarse con su mirada. La vulnerabilidad en sus ojos oscuros era palpable, un filo crudo que cortaba el aire entre ellos—. Perdón, señor, no debería contarle tantas malas noticias, pero…
Jan Carlo la observaba sin interrumpirla, notando cada matiz en su voz, cada expresión de desesperanza en sus ojos.
Había visto mucho en su vida, demasiados golpes del destino, pero este tipo de tragedia siempre lo tocaba.
Sabía lo que significaba luchar contra el tiempo y la muerte, lo sabía demasiado bien.
Sofía era joven, apenas una mujer, pero la responsabilidad que cargaba sobre sus hombros era enorme.
Un hermano que dependía de ella, y la implacable sombra de la pobreza que amenazaba con arrebatárselo.
—La vida es cruel —musitó él, casi para sí mismo—. Pero a veces, el destino nos ofrece caminos inesperados.
—¿Destino? —Sofía frunció el ceño, confundida.
—Tal vez —replicó Don Jan Carlo enigmáticamente, sus labios curvándose en una sonrisa pensativa—. Cuéntame más sobre tu hermano.
—Su nombre es Pablo, tiene catorce años. Eso ya lo sabe. —dijo, su voz ahora más firme—. Le encanta el fútbol, siempre hace reír a todos. Es mi mundo entero.
—La familia lo es todo —asintió él lentamente—. Y a veces, debemos hacer grandes sacrificios para proteger a quienes amamos.
—Exacto —respiró Sofía, sintiendo un atisbo de esperanza—. Pero no sé cómo. He intentado de todo...tengo dos trabajos al mismo tiempo, mi padre hace lo que puede y…
Antes de que pudiera pronunciar palabra, un movimiento en el umbral de la puerta llamó su atención. Era Fabio, su mayordomo y amigo de confianza, un hombre de mediana edad con una discreción que solo el tiempo y la lealtad habían forjado.
—Disculpe la interrupción, señor —dijo Fabio con voz suave, pero con una seriedad inusual en su expresión.
Jan Carlo levantó una ceja, intuyendo que algo no andaba bien.
—¿Qué sucede, Fabio? —preguntó con calma, pero en su tono se podía percibir un matiz de advertencia.
Fabio vaciló un momento, mirando brevemente a Sofía antes de acercarse más y hablar en voz baja.
—Su sobrino, señor… —empezó Fabio con visible incomodidad—. Me temo que no vendrá al hospital hoy. De hecho, ha dejado claro que no tiene intención de venir en absoluto.
El rostro de Jan Carlo se endureció de inmediato, como si un trueno hubiera atravesado la habitación.
Sus ojos, normalmente serenos, se encendieron con una furia contenida.
—¿No tiene intención de venir? —repitió, su voz baja, pero peligrosa, como el susurro antes de la tormenta. Apretó los puños con fuerza, conteniendo la cólera que se acumulaba dentro de él—. Ese malnacido… ¿se atreve a ignorar una situación así?
Sofía, que había mantenido la cabeza baja mientras Fabio hablaba, levantó la mirada, notando el cambio en el aire.
No sabía quién era el sobrino en cuestión, pero podía sentir la tensión que emanaba de Don Jan Carlo, quien ahora parecía más una fuerza de la naturaleza que un hombre.
Fabio, por su parte, sabía que no había mucho que pudiera decir para calmar a su patrón en ese momento.
—Lo lamento, señor —dijo Fabio, sabiendo que esas palabras no harían más que alimentar la frustración de Jan Carlo.
Las palabras de Fabio colmaron la paciencia de Jan Carlo.
El viejo empresario, acostumbrado a lidiar con traiciones y desilusiones, sabía que su sobrino no era más que un oportunista.
Un hombre sin escrúpulos, ciego por la ambición y el egoísmo, incapaz de ver más allá de su propio beneficio.
Jan Carlo había intentado guiarlo, darle lecciones de moralidad, pero siempre había chocado contra un muro de arrogancia.
—Mi sobrino nunca ha entendido lo que significa responsabilidad —continuó Jan Carlo, con la voz más firme ahora, como si hablara no solo con Fabio, sino con las piezas invisibles en el tablero que estaba armando en su mente—. Cree que puede jugar con la vida como si fuera un mero juego de ajedrez, moviendo las piezas solo cuando le conviene, sacrificando a los demás para su propio beneficio. —Hizo una pausa, el ceño fruncido—. Pero se ha olvidado de una cosa importante.
—¿Qué cosa, señor? —preguntó Fabio, aunque ya intuía la respuesta.
—Que en el ajedrez, un rey no puede ganar solo. —Don Jan Carlo se giró, mirando a Sofía, quien lo observaba con incertidumbre—. Siempre depende de sus piezas. Y mi sobrino... —Sonrió, pero no había calidez en esa sonrisa—. Mi sobrino va a aprender esa lección.
De pronto, el hombre se detuvo en seco. Una chispa de malicia, pero también de astucia, cruzó por sus ojos. Miró a Sofía, y su semblante se suavizó ligeramente.
—Déjamelo a mí —dijo Don Jan Carlo, su voz era una mezcla de seguridad y misterio—. A veces las soluciones llegan de los lugares menos esperados.
—¿Por qué me ayudaría? —preguntó Sofía, con una pizca de desconfianza en su voz.
—Digamos que tengo debilidad por la sinceridad —respondió él, sus ojos brillando con un secreto que solo él conocía—. Y creo en ayudar a aquellos que realmente lo necesitan.
—Gracias —susurró ella, las palabras apenas audibles, cargadas con el peso de su gratitud.
—No me des las gracias aún —advirtió él, levantándose con gracia—. Tengo una con condición para ti.
—¿Cuál es condición? —preguntó ansiosa Sofía.
—Un matrimonio.
En una sala discreta de una notaría, Amanda y Santiago firmaban los documentos que sellaban su matrimonio. La simplicidad del acto contrastaba con la profundidad de sus emociones. No había invitados, ni flores, ni una celebración elaborada, solo la presencia de los padres de Amanda, quienes miraban con orgullo y algo de nostalgia a su hija.El abogado les entregó los papeles finales con una sonrisa formal.—Felicidades a ambos. Ahora son oficialmente marido y mujer.Los padres de Amanda se acercaron de inmediato. Su madre la abrazó con lágrimas contenidas, mientras su padre estrechaba la mano de Santiago con firmeza.—Hija, estamos orgullosos de ti —dijo su padre, intentando mantener la voz firme.Amanda les sonrió con calidez y, tras despedirse, salieron del edificio. Afuera, el sol bañaba la calle con una luz cálida, como si el universo les diera su bendición.—¿Cómo te sientes, señora Mendoza? —preguntó Santiago, con una mezcla de nervios y humor en su voz.Amanda se detuvo y lo mi
El viento susurraba entre los cipreses del cementerio, llevándose consigo el aroma fresco de las flores que adornaban las lápidas. Estuardo se detuvo frente a una sencilla tumba de mármol gris, su rostro una mezcla de emociones difíciles de descifrar. En sus manos llevaba un pequeño ramo de lirios blancos, las flores favoritas de su tío.Se inclinó con cuidado y colocó las flores sobre la lápida, donde el nombre de Jan Carlo Ferreti estaba grabado en letras elegantes. Permaneció en silencio, observando el ramo mientras sus pensamientos lo invadían.—No voy a justificar lo que hiciste, tío —murmuró, su voz apenas un susurro que se perdía en el aire—. Pero no puedo negar que fuiste más que un hombre cegado por la venganza. También fuiste alguien que me enseñó a enfrentar el mundo con determinación.El crujir de unas hojas lo hizo levantar la mirada. Sofía se acercaba lentamente, envuelta en un abrigo de lana que apenas ocultaba el abultado vientre de su embarazo. Al llegar a su lado, l
El tic-tac del reloj en la sala de espera del hospital resonaba en los oídos de Estuardo como un martillo. Caminaba de un lado a otro, incapaz de quedarse quieto. Sus manos estaban entrelazadas detrás de su espalda, y sus pensamientos giraban en un torbellino. Aunque Jan Carlo había causado tanto dolor, Estuardo no podía evitar preocuparse por él.La puerta automática de la sala se abrió, y los padres de Estuardo entraron acompañados de Ricardo, su hermano menor. Sus rostros reflejaban la mezcla de confusión y preocupación que sentían.—Estuardo, ¿qué pasó? —preguntó su madre, con la voz temblorosa.Él se detuvo en seco, enfrentándose a sus miradas inquisitivas.—Fabio le disparó —respondió finalmente, con un tono grave.—¿Fabio? —repitió su padre, incrédulo—. ¿Fabio, pero si ha sido el empleado de total confianza de Jan Carlo durante tantos años? Hasta podría decir que confía mucho más en él que nosotros que somos su familia. Estuardo asintió, sus ojos brillando de cansancio.—Sí,
Sofía llegó a casa de su madre, con el cuerpo cansado y el alma todavía sacudida por los eventos recientes. Apenas abrió la puerta, su madre, Céline, apareció corriendo desde la sala, con el rostro empapado de lágrimas.—¡Sofía! —gritó antes de abrazarla con fuerza, como si nunca fuera a soltarla—. Creí… creí que estabas muerta, hija.Sofía, sintiendo el peso de las emociones contenidas en ese abrazo, comenzó a llorar.—Estoy aquí, mamá… estoy bien, gracias a Estuardo.Céline se apartó ligeramente para mirarla, examinándola como si quisiera asegurarse de que no estuviera herida.—Cuéntame, ¿qué pasó?Sofía tomó aire, intentando organizar sus pensamientos.—Fui secuestrada por Jan Carlo. Él quería… quería matarme, a mí y a mi bebé. Pero Estuardo llegó con Santiago y me rescataron. Ahora Jan Carlo está en el hospital, grave, por dos disparos de Fabio.Céline se llevó una mano al pecho, conmocionada, pero agradecida.—Gracias a Dios estás viva. No puedo ni imaginar el miedo que debiste s
La tensión en el aire era palpable cuando Estuardo y Santiago se acercaron al almacén. A través de las rendijas de un contenedor, vieron a Sofía y Amanda enfrentándose a dos hombres armados que bloqueaban su salida. El peligro era inminente, pero Estuardo no estaba dispuesto a dejar que el miedo lo paralizara.—Es ahora o nunca —susurró Estuardo, echando un vistazo a Santiago.—Estoy contigo —respondió Santiago, asintiendo con determinación.Sin más palabras, ambos hombres se lanzaron al ataque. Santiago derribó al primer guardia con un golpe certero al brazo, haciendo que el arma cayera al suelo con un ruido sordo. Estuardo, por su parte, esquivó el disparo del segundo hombre y lo golpeó con una fuerza que lo dejó inconsciente.—¡Corran! —gritó Santiago mientras Amanda y Sofía miraban con ojos desorbitados la escena que se desarrollaba frente a ellas.Amanda no dudó ni un segundo. Corrió hacia Santiago, quien la recibió en sus brazos con evidente alivio.—¡Estás a salvo! —murmuró él
El cuarto oscuro y frío era una prisión que apretaba el alma de Sofía como un puño cruel. Acostada sobre el viejo colchón, acariciaba instintivamente su vientre, intentando calmar el pánico que latía en su pecho. El silencio, solo interrumpido por el leve goteo de un grifo lejano, era opresivo. Sabía que su vida y la del bebé que llevaba en su vientre pendían de un hilo.De pronto, un ruido metálico la sacó de su desolación. Se incorporó rápidamente y avanzó hacia la puerta, su corazón golpeando con fuerza. Escuchó voces amortiguadas y luego un golpe seco. La puerta se abrió con brusquedad, y un hombre arrojó a alguien dentro antes de cerrarla de golpe.Sofía retrocedió unos pasos, observando cómo la figura caída se movía lentamente en el suelo. Cuando el cabello rubio de la mujer reflejó la tenue luz de la bombilla, la reconoció.—¿Amanda? —susurró, incrédula.Amanda levantó el rostro, sus ojos llenos de lágrimas y su maquillaje corrido. Se arrastró hasta sentarse, abrazando sus pier
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