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Capítulo 2. La entrada al infierno.

NARRADOR:

El rugido silencioso del motor de la camioneta blindada era el único sonido que atravesaba el cristal, pero la verdad era que el corazón de Liana latía tan fuerte que ahogaba cualquier ruido.

Habían estado en silencio durante los veinte minutos de viaje. Ella no había gritado, no había llorado; la indignación y el miedo la habían petrificado en un frío control.

​El pánico de Evan al entrar en el auto, sus disculpas rotas y la joya de esmeraldas que parecía un objeto de museo sangriento en el asiento trasero eran la prueba de que su única regla —la regla por la que su madre había muerto— estaba ahora hecha añicos.

Estaban cayendo de nuevo en el abismo.

​El vehículo se detuvo frente a un muro de piedra que parecía tragarse la luz. Sobre el portón de hierro forjado, el símbolo dorado de una corona enredada en cadenas y rosas rojas era el símbolo de la familia D’Angelo. El letrero no decía mansión o residencia, gritaba "Reino".

​—Liana, yo... —Evan intentó hablar.

​—Cállate —dijo ella, su voz un filo helado—. ¿Lo recuerdas? Jamás volveré a esa vida. Lo has roto. Lo has roto por un... ¿por un estúpido robo?

​Evan bajó la cabeza, su vergüenza era una capa visible.

—Él no me dejará ir. Es un trato. Tú... tú tienes que estar ahí. Yo daré la cara, lo prometo.

Evan había estado apunto de entrar cuando vino la primera vez pero recordó la nota “Ven con tu hermana” “Iré personalmente y no seré amable” Con temor de que Liana fuera perseguida y torturada decidió hacer justo lo que se le pidió. Fue por ella, aunque ahora también tenía que enfrentarse al enojo de su hermana.

Las puertas se abrieron con un chirrido pesado, ambos entraron, ambos llenos de terror.

​La mansión D’Angelo era todo lo puesto a la casa donde crecieron Liana y Evan; era elegante, vasta y letalmente silenciosa. El mármol brillaba bajo una araña de cristal que valdría su vida entera, pero el ambiente era frío. Los hombres que los guiaban por el vestíbulo —Robots vestidos con trajes impecables— no la miraban a la cara, sino a través de ella, como si ya fuera una propiedad.

​Liana sostuvo la caja de terciopelo con firmeza, aferrándose al único control que le quedaba. Tenía que ser fuerte por Evan. Tenía que negociar. Tenía que salir de allí.

​Los condujeron a una oficina en la planta alta. El hombre que abrió la puerta lo hizo con tanta reverencia que a Liana se le revolvió el estómago.

​El despacho era oscuro, la luz entraba a raudales solo desde un gigantesco ventanal de arco que daba a la ciudad nocturna. Los ojos del hombre, el demonio Lucifer D’Angelo, no estaban en el paisaje, sino fijos en ellos.

​Lucifer estaba de pie junto a su escritorio de caoba, un dios en un mundo forjado a base de sangre. El traje negro, perfectamente tallado no ocultaba la fuerza de su cuerpo, y sus facciones eran tan cinceladas que parecían desafiar a la oscuridad que lo rodeaba. Liana sintió un escalofrío que no era solo miedo, sino también un tipo de admiración por la perfección tan peligrosamente construida.

​—Señor D’Angelo —comenzó Evan, dando un paso adelante. Se detuvo en seco cuando los ojos de Lucifer se estrecharon.

​La voz de Lucifer era baja, un grave y suave murmullo, pero contenía la dureza del acero.

—No hables. Tu voz me molesta.

​Se acercó al escritorio y golpeó la superficie de madera.

—¿Trajiste el pago?

​Evan miró a Liana con desesperación. Ella no esperó la súplica. Puso la caja de terciopelo sobre el escritorio y la abrió de golpe, revelando la joya de oro y esmeraldas que brilló bajo la luz ambiental.

​—Aquí está la joya tomada —dijo Liana, obligando a su voz a ser firme— Mi hermano lo lamenta. Él es…

​Lucifer no miró la joya. Sus ojos de repente se clavaron en Liana, analizándola con una intensidad que la hacía sentir desnuda.

​—No me refiero a eso.

​Lucifer se movió, cerrando la distancia entre ellos con una lentitud predatoria. Se detuvo a menos de un metro. Liana era alta, pero él la sobrepasaba, y la oleada de poder que emanaba era física. Él levantó una mano enguantada en cuero negro y la tocó ligeramente en la mandíbula. El contacto fue breve, eléctrico y espeluznante.

​—Dijiste que ella era el pago —Evan anunció.

​La respiración de Liana se atascó. Ella no era una joya, no era un objeto.

​—La deuda es de mi hermano —Liana se defendió

—Si requiere un sacrificio, me ofrezco yo —Evan se interpuso con un grito sofocado, intentando proteger a su hermana —Lucifer no miró a Evan.

Sus ojos permanecieron fijos en Liana, y la sonrisa que apareció en su rostro era cruel y hermosa.

​—El precio no ha cambiado —dijo Lucifer. Su mano descendió por el cuello de Liana, rozando su clavícula— La joya es solo una restitución. El pago por tu ofensa es esta mujer. Es la pieza que me faltaba.

​Se retiró y se dirigió a Evan. Su tono se volvió puramente autoritario.

​—Tienes dos opciones. Te vas ahora y dejas a tu hermana a mi cuidado, con la promesa de que ella me servirá como mi consorte hasta que yo decida lo contrario. O los mato a los dos aquí, y busco lo que deseo yo mismo. La segunda opción será mucho menos amable.

​Liana sintió la sangre helarse. La palabra "consorte" era un eufemismo terrible. Miró a Evan, a su hermano, cuya vida pendía de un hilo más fino que el de ella. Su sacrificio ya no salvaría a nadie.

​Ella cerró los ojos y se tragó el orgullo. Ella era la única que podía salvarlo ahora.

​—¡Acepto! —dijo Liana en voz alta, dirigiéndose a Lucifer, no a su hermano— Yo soy el pago. Deja ir a Evan.

​Lucifer D’Angelo inclinó la cabeza. No había sorpresa en su mirada, solo una fría satisfacción. Había ganado, y ella acababa de firmar su sentencia.

​—Excelente elección —dijo y la palabra resonó como un veredicto final. Hizo un gesto casual con la mano. Los dos guardias detrás de Evan lo agarraron de los brazos sin ninguna delicadeza.

​—¡Liana, no! ¡Yo voy contigo! —gritó Evan, la desesperación visible en su rostro, intentando luchar contra los hombres.

​Liana se mantuvo firme. Había tomado su decisión y no sé retractaría. Si Evan se quedaba, moriría. Si se iba, ella podría luchar esta guerra sola o eso iba a intentar.

​—Vete, Evan —ordenó Liana con una voz extrañamente tranquila, cada palabra como una daga afilada —Vete.

​Evan fue arrastrado por la puerta, sus gritos se apagaron lentamente en el pasillo.

​Cuando el eco de los pasos desapareció, el silencio en la oficina se hizo opresivo. Lucifer había esperado. Ahora estaba solo con su nueva propiedad. Dio un paso hacia Liana, y esta vez, no había una sonrisa fría, solo un hambre calculada en sus ojos.

​Él levantó una mano y, con el misma guante negro con el que había tocado su mandíbula antes, tomó el mentón de Liana, forzándola a alzar la vista hacia él.

​—Ahora, Reina. Ya no eres la hermana del ladrón. Eres mía.

​La acercó un centímetro, la distancia era irrespetuosa, peligrosamente íntima. Liana pudo oler el perfume amaderado y la amenaza que emanaba de él.

​—Y en mi reino, hay una sola regla —Lucifer bajó la voz hasta un susurro venenoso que solo ella pudo escuchar — Y juro por mi nombre que nunca podrás escapar de mi oscuridad.

​Liana intentó apartarse, pero él sostuvo su barbilla con una fuerza de hierro. El beso no fue de pasión, sino de posesión. Fue una marca, una reclamación forzada, un recordatorio brutal de que ella acababa de entregar su vida. Lucifer la besó con una propiedad aterradora, su boca un castigo, sus intenciones una promesa de dolor.

​Cuando finalmente la liberó, la piel de Liana ardía. Sus pulmones clamaban por el aliento que él le había robado. Lucifer solo la miró, sus ojos oscuros brillando con triunfo.

​—Ahora, ve y descansa. Tendrás que acostumbrarte. Mañana, tu entrenamiento comienza. Bienvenida al infierno, Liana.

​Liana se tambaleó hacia atrás, con el sabor de su tiranía todavía en sus labios. No había tristeza, solo rabia inmensa. Miró al hombre que era a la vez su captor y su marido. Había roto la regla de su madre.

Ahora se juró que rompería la regla de Lucifer, no lo dejaría quedarse con su alma, antes le arrebataria la suya.

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