NARRADOR:
La luz filtrada por las gruesas cortinas de terciopelo era suave, pero el recuerdo de los labios de Lucifer era una quemadura fría en la boca de Liana. Se despertó de un sueño sin descanso, no en la cama de su apartamento, sino hundida en sábanas de seda que olían a madera y peligro. Se levantó de un salto. Esta era su prisión, una suite digna de una princesa en el tercer piso de la mansión D’Angelo. Las paredes eran de un tono hueso intenso, con detalles dorados, pero Liana solo veía barrotes. Corrió a la ventana, la vista era impresionante, toda la ciudad bajo el dominio de Lucifer, pero el vidrio era doble y grueso. Luego fue a la puerta principal; estaba cerrada con llave. Un celular estratégicamente colocado en la mesita de noche, no tenía señal y, al encenderlo, la pantalla solo mostraba un mensaje fijo “Propiedad de L. D'Angelo”. La rabia le devolvió la lucidez. Se miró al espejo, el rostro pálido y los ojos verdes encendidos. Ella no era una de esas mujeres que se rompían. La puerta interior, que asumió conducía al vestidor, se abrió con un click sutil. Una figura apareció; una mujer de unos cincuenta años, con un uniforme gris y una expresión tan pétrea que parecía tallada en mármol se acercó a ella. —Buenos días, Signorina —dijo la mujer, su voz seca y sin emoción. Llevaba una bandeja con café, fruta fresca y un conjunto de ropa doblada— Soy Clara y estoy a su servicio. —No necesito un servicio —Espetó Liana, dando un paso adelante— Necesito que abra esa puerta. Clara no se inmutó. Dejó la bandeja en una mesa lateral. —Las reglas las dicta el señor. Mi regla es la obediencia. Su desayuno está listo. Su vestuario para el día también. Liana cruzó los brazos. —¿Y dónde está mi hermano? ¿Le han hecho daño? —El Signore Evan ha sido escoltado fuera del territorio. El trato se cumplió, ahora es libre —Clara hizo una pausa, sus ojos negros finalmente se detuvieron en Liana con una advertencia —En cuanto a usted, tiene diez minutos para estar presentable. El señor desea verla en su despacho. No le gusta la impuntualidad. Liana observó la ropa que Clara había dejado sobre la cama. Era un vestido de seda color esmeralda, simple pero de un corte que gritaba fortuna, y unos tacones que no se parecían en nada a sus zapatillas de deporte, era un uniforme, una forma de marcarla. Ella se vistió a regañadientes. No se peinó a la perfección; su pelo castaño oscuro caía rebelde sobre sus hombros, no iba a ser la muñeca perfecta. Cuando Liana terminó, Clara la examinó con un escrutinio profesional. —El señor espera, sígame y no toque nada, tampoco lo mire directamente a los ojos, a menos que él se lo pida. Liana sintió un retortijón de desafío. ¿Suena como un dios? Bien, entonces lo trataré como a un hombre —Se dijo así misma. Clara la guió por pasillos interminables, tapizados con arte antiguo y bustos de mármol que parecían observarla. Cada cuadro, cada estatua, cada silencio la recordaba que estaba pisando suelo no sagrado, y ella era la nueva hereje. La oficina de Lucifer, bañada ahora por la luz de la mañana, se sentía más grande y más opresiva que la noche anterior. Lucifer estaba sentado detrás de su escritorio, con un documento abierto y una pluma de oro en la mano, como si su vida fuera una simple línea en un contrato de negocios. —Te tomaste doce minutos, Liana —dijo Lucifer sin levantar la vista— El tiempo, en mi mundo, es dinero. Liana apretó la mandíbula. —En mi mundo, me visto para mí misma, no para los mafiosos. Él levantó la vista. Su expresión no cambió, pero sus ojos—dos témpanos de hielo oscuro—la taladraron. Dejó la pluma. —Tu mundo ya no existe. Ahora eres parte del mío. Y mi mundo requiere un decoro que la hermana de un ladrón no conoce. Liana se mantuvo firme. —¿Qué quiere de mí? ¿Humillarme? Ya lo ha hecho. Mi hermano le devolvió su joya. Me tiene a mí. ¿Cuál es el entrenamiento? Lucifer se reclinó en su silla, su poder llenando cada centímetro cúbico de aire del lugar. —El entrenamiento, Liana, es que aprendas a ser útil. No te quiero llorando en un rincón. Te quiero a mi lado, sonriendo y silenciosa, mientras yo controlo este imperio. Pero primero, tengo que asegurarme de que no tienes otros planes. Sacó de un cajón un archivo de papel envejecido y lo deslizó sobre la mesa, sin mirarla. Liana, instintivamente, miró el logo descolorido. Era el sello del Clan Vespera. —Tu padre era un idiota ambicioso. Creía que podía jugar a los grandes con nosotros, los D'Angelo —Lucifer sonrió con desdén— Tu madre, en cambio, era inteligente. Sacrificó todo por protegerte de la conexión que él forjó. La misma conexión que has reestablecido con tu presencia aquí. El aliento se le cortó a Liana. La única regla... el legado oscuro de su padre... no era solo un pasado vergonzoso; era un vínculo. —¿De qué está hablando? Mi padre... murió. —Murió, sí. En un accidente de avión —Lucifer asintió con una lentitud escalofriante— Un avión que curiosamente fue derribado justo después de robar algo mío. Algo mucho más valioso que una joya. Lucifer se levantó, rodeó el escritorio y se detuvo justo detrás de Liana. Su voz bajó de nuevo a ese susurro peligroso y posesivo. —No te elegí por ser la paga de un ladrón. Te elegí porque eres la hija de un deudor —Su aliento rozó su cuello— La joya era una distracción. Tú eres la garantía. ¿Sabes lo que tu padre me robó, Liana? Liana sintió su mente entrar en shock. El miedo era un veneno que ahora se mezclaba con la verdad. —No… —Me robó algo que ahora tú me devolverás —Lucifer tomó el cabello de Liana en su puño, forzándola a mirar el reflejo de ambos en la ventana —El control absoluto sobre la última mujer del Clan Vespera. Tu libertad, Liana y tu lealtad.