Cuando la luz del amanecer se filtra entre las cortinas, abro los ojos lentamente. El espacio a mi lado está vacío y tampoco oigo el agua correr en el baño. Supongo que Nikolaus ha salido temprano hacia el trabajo. Sin embargo, la puerta se abre y entonces los veo: mi futuro esposo y mi hijo, entrando con una charola repleta de desayuno.
—Buenos días, amor —dice el alemán en un murmullo que suena a caricia.
—Buenos días, cariño —respondo, con el corazón colmándose de ternura.
—Hoy desayunaremos juntos, porque hay algo que celebrar —anuncia Nikolaus con una sonrisa cómplice—. Anda, hijo, dile tú a mamá la razón.
—¡Ya tengo el apellido de papá! —exclama mi pequeño con la emoción pura que solo la infancia conoce.
Mis ojos se humedecen de inmediato. Sé que aún no comprende del todo lo que significa, que la verdad sobre su origen permanece velada, pero también sé que este instante lo llena de orgullo. Y yo no permitiré que descubra jamás el dolor que nos llevó a huir, ni la sombra que algu