No puedo evitar preguntármelo. Pero luego recuerdo: los abogados de Nikolaus no son hombres comunes. Si el abuelo confió en ellos, debió ser por buenas razones.
Tomo asiento, obligada por la mirada firme de Nikolaus y de Marie. Mis manos descansan sobre mi regazo, heladas, mientras mi familia se acomoda frente a mí. Incluso Adán, que no aparta de mí sus ojos oscuros, inquisitivos, como si intentara leerme el alma. Su insistencia me incomoda; quisiera salir de allí, pero permanezco quieta.
El abogado comienza a leer en voz alta y, de pronto, el rugido de mi padre corta la atmósfera:
—¡¿Qué significa esto?! ¡¿Cómo que el treinta y cinco por ciento de las acciones de la empresa están a nombre de una persona fantasma?! ¡Exijo saber quién es!
La respuesta de Nikolaus es un dardo directo:
—Ya lo ves, Davies. No eres el dueño mayoritario de la empresa. No podrás librarte de mí. Y, por si aún no lo comprendes, tampoco tienes derecho alguno sobre esta casa ni sobre la herencia dejada a Eva. El