Abro la puerta con el corazón ligero, convencida de que Nikolaus está al otro lado, trayendo consigo la noticia que tanto he estado esperando. Pero mi sonrisa se congela en el aire cuando mis ojos tropiezan con los rostros tensos de mis padres, de mis hermanos… y, para mi sorpresa amarga, con la imponente figura de Adán.
Entran sin pedir permiso, como si la casa les perteneciera todavía, sus pasos resonando sobre el mármol en un eco que me oprime el pecho. Se mueven con la familiaridad insolente de quienes nunca aprendieron a respetar los límites. El ambiente, cargado de su presencia, se siente irreal, como una mala repetición de todos los momentos en los que me hicieron sentir pequeña en mi propio hogar.
—¿Hola? —pregunto, incapaz de contener la sorna en mi voz.
Mi madre me dedica una sonrisa ensayada, la misma que tantas veces usó para disfrazar sus verdaderas intenciones.
—¿No te alegras de vernos, cariño? —inquiere, como si desconociera la respuesta—. Hemos venido a ver cómo estaba