La habitación del hospital estaba en penumbras, iluminada apenas por la luz azulada de los monitores que parpadeaban junto a mi cama. Clara se había quedado conmigo todo el día, aferrada a mi mano como si temiera que pudiera volver a desmayarme. Pero yo la convencí de que se fuera, de que descansara en su casa y regresara por la mañana. Me costó lágrimas y sonrisas forzadas, pero al final cedió, dándome un beso en la frente antes de marcharse.
El silencio se hizo pesado. El hospital, de noche, era un lugar extraño. Los pasos lejanos de las enfermeras en los pasillos, el zumbido constante de la maquinaria, y esa sensación de vulnerabilidad que se multiplicaba entre paredes blancas. Me acurruqué en la cama, con las manos sobre mi vientre, acariciando el pequeño movimiento de mi hija como si ese gesto pudiera protegernos a ambas de todo el dolor del mundo.
Mis pensamientos volvían una y otra vez al mismo punto: Luca. La idea de que estuviera muerto me arrancaba pedazos de alma. Cerraba l