Clara vivía en un pequeño departamento en el centro de Roma, uno de esos edificios viejos con balcones de hierro forjado que parecían sostener historias de varias generaciones. Subí las escaleras lentamente, con la respiración agitada y el corazón en la garganta. No sabía cómo iba a recibir mi llegada después de tantos meses, ni si tendría fuerzas para enfrentar todo lo que necesitaba contar. Pero ahora era el único lugar al que se me ocurrió ir, después de ver lo que queda de la mansión de Luca y no poder contactar con él de ninguna manera.
Cuando la puerta se abrió, la vi: Clara, con el cabello un poco más corto, los ojos grandes cargados de sorpresa, y un gesto que osciló entre incredulidad y alegría.
—¿Aria? —su voz se quebró, como si no creyera que realmente estaba frente a ella.
No pude ni responder. Me lancé a sus brazos, y el abrazo fue tan fuerte que sentí que podía recomponerme en ese instante, como si ella me sostuviera en pedazos.
—Pensé que estabas muerta —susurró contra