La penumbra de la habitación me envolvía como un sudario, y cada respiración mía parecía rebotar en las paredes silenciosas del hospital. Matteo estaba frente a mí, su sombra alargada proyectada sobre la pared, una figura que parecía salida de mis peores pesadillas. Lo había jurado: no iba a dejar que me destruyera de nuevo, no mientras mi hija latía bajo mis manos.
Entonces lo vi hacerlo. Con calma, como quien prepara un ritual, sacó del bolsillo interior de su bata una jeringa cargada con un líquido ámbar que relucía bajo la tenue luz. El brillo metálico de la aguja me heló la sangre.
—Será rápido —susurró, su voz impregnada de un sadismo tan familiar que me revolvió el estómago—. Ni tú, ni esa cosa que llevas dentro tendrán que sufrir demasiado.
El corazón me martillaba con tanta fuerza que temí que la máquina conectada a mi lado lo delatara. No pensé, no tuve tiempo de hacerlo. Lo único que vi fue esa aguja acercándose a mi brazo, buscando mi vena, buscando la vida de mi hija.
El