El nuevo ciclo empezó como un recordatorio cruel de lo que había fallado antes. Más inyecciones. Más hormonas. Más listas pegadas en la nevera con horarios precisos, como si mi cuerpo fuera un experimento que debía cumplir con cada milímetro de precisión.
El médico había sido claro: si queríamos otra oportunidad, debíamos empezar de inmediato. No había tiempo para lutos silenciosos ni para procesar la decepción. Así que ahí estaba yo, otra vez con las manos frías y los brazos marcados por pinchazos, sintiendo cómo mi cuerpo cambiaba, hinchándose, volviéndose más pesado, más sensible... más ajeno.
Aquella mañana decidí bajar a la cocina. No lo hacía a menudo; comer aquí se sentía como entrar en territorio ajeno, un espacio donde las empleadas bajaban la voz cuando yo cruzaba la puerta. El aroma del pan recién horneado me guió hasta allí, pero antes de entrar escuché las voces.
—No entiendo qué le ve —decía una mujer con un tono que rezumaba desprecio—. La trae aquí como si fuera...