El mundo se redujo a esa sonrisa. A la curva imperfecta y genuina de sus labios, a la luz suave que iluminaba sus ojos ámbar, borrando por un instante al estratega, al Santo, al hombre de hielo. Solo quedaba un hombre herido, hermoso de una manera que dolía mirar, y una sonrisa que prometía una calidez que yo nunca había sabido que necesitaba.
Sin pensarlo, como si una marea interna me arrastrara, me incliné hacia él. El espacio entre nuestros rostros se redujo a centímetros. Podía sentir el calor que emanaba de su piel, el leve aroma a whisky y a sangre que se mezclaba con su esencia. Mi mirada se fijó en sus labios. Carnosos, bien definidos. Una curiosidad abrasadora, más fuerte que el orgullo o la razón, se apoderó de mí. ¿Cómo sabrían? ¿Serían suaves? ¿Cederían bajo los míos, o besaría él con la misma ferocidad con la que gobernaba cada uno de sus actos?
Estaba a punto de cruzar ese umbral, a punto de cerrar los ojos y ceder a un impulso que había estado fermentando desde la prime