La revelación de Silas cayó sobre mí como un balde de agua fría. ¿Alguien de mi mismo ambiente? La posibilidad, ahora planteada en voz alta, se sentía mil veces más real y aterradora. Mi mente, en un acto casi traicionero, comenzó a repasar rostros, sonrisas, conversaciones triviales en los pasillos de la mansión o en eventos familiares. ¿Quién? ¿Alguien que me seguía desde antes? La idea de que la traición pudiera estar tan cerca, envuelta en la apariencia de lealtad, me producía un escalofrío que nada tenía que ver con el frío de la habitación. De mi familia, ni siquiera lo pensé. Eso era una línea que mi mente se negaba a cruzar.
Necesitaba cambiar de tema, alejarme del abismo que esa pregunta abría. Mi mirada se posó en el vendaje de su brazo.
—¿Quiénes eran esos hombres? —pregunté, rompiendo el silencio cargado—. ¿Y por qué intentaron acabar contigo?
Silas se recostó contra los almohadones, con un gesto de cansancio que no era solo físico.
—La deuda de un hombre impaciente —dijo