El viaje de regreso a la casa de la colina fue un silencio tenso y elocuente. La furia que me había impulsado a buscar a Silas seguía ahí, ardiendo en lo más profundo de mi pecho, pero ahora estaba sepultada bajo capas de adrenalina residual, shock y una preocupación áspera que se negaba a ser ignorada. Cada vez que miraba de reojo, veía la mancha oscura y húmeda expandiéndose en la manga de su camisa, un recordatorio mudo y sangriento de lo que había sucedido. De lo que él había hecho por mí.
Estacioné frente a la imponente fachada gótica, el motor se apagó y el silencio se hizo más profundo. Bajamos del auto, y yo me apresuré a rodearlo para ofrecerle mi hombro como apoyo, pero él, con una mueca de dolor, rechazó el gesto con un leve movimiento de cabeza. Caminó hacia la puerta por su propio pie, la espalda recta, la dignidad intacta incluso ahora. Era exasperante.
—¿Estás seguro de que esto es buena idea? —pregunté, mientras él abría la puerta—. ¿Y si esos hombres nos siguieron? ¿S