La villa italiana no era un simple escondite. Al parecer Ruggero en su época lo usó como su lugar de residencia.
Una estructura de piedra antigua y orgullosa, encaramada en una colina como un buitre sobre su presa. Los altos muros no intentaban mimetizarse; desafiaban. Y a medida que nuestro convoy se acercaba por el camino sinuoso, pude verlo: la eficiencia mortífera con la que Ruggero había fortificado su nido para la llegada. Guardias en torretas improvisadas, cámaras de vigilancia barriendo cada ángulo muerto, patrullas que se cruzaban con una precisión que me resultó obscenamente familiar. Era la sombra de la organización de Luca, pervertida y aplicada por su enemigo más acérrimo. Ruggero no solo había aprendido de Greco; había estudiado a su verdadero rival, y había aprendido bien.
No me llevaron a un sótano o cuartucho para encerrarme. Mi prisión, esta vez, era una suite en el segundo piso, con balcones de hierro forjado que ofrecían una vista panorámica y cruel de los accesos