El mundo se había reducido a la pantalla del teléfono de Ruggero. A las sonrisas de mis padres, congeladas en un jardín que ya no era seguro. La certeza que había sido mi armadura se resquebrajó con el sonido de mi corazón golpeando mis costillas. Porque esa foto podía significar muchas cosas, y ninguna buena.
—No es posible —logré articular, pero mis palabras sonaron huecas, la negación desesperada de una náufraga—. Mientes. Luca tiene hombres protegiéndolos. Hombres leales.
La sonrisa de Ruggero era un corte limpio y preciso.
—La lealtad es una mercancía, querida Aria. Y todo hombre tiene su precio. Algunos de los leales hombres de tu marido encontraron mi oferta… más convincente.
El silencio que guardé fue mi rendición. Él tenía razón. En nuestro mundo, la traición era una sombra siempre presente. Y Ruggero era un maestro en danzar con ellas.
—¿Cómo sé que no es una sucia farsa? —intenté, con la última brizna de desafío—. ¿Cómo sé que no los mataste hace días y solo juegas conmigo