La noche no había sido un descanso, sino una larga y fría agonía. Me quedé acurrucada en el suelo, junto al cráter que mi desesperación había dejado en la madera pulida, mirando cómo las sombras bailaban y se retorcían, presagiando la tormenta que el amanecer traería consigo. Cada latido de mi corazón era un redoble fúnebre. Sabía que Luca vendría. Lo sentía en el aire, en el silencio demasiado alerta de la villa, en el propio dolor de mis huesos que anhelaban los suyos.
Con los primeros jirones de luz grisácea filtrándose por los ventanales, la puerta se abrió. No hubo cerrojo, solo la presencia invasiva de Ruggero, flanqueado por Alessio y dos guardias de mirada vacía. No dijo una palabra. Su mirada, cargada de una expectación cruel, fue orden suficiente. Me levanté, las piernas débiles pero la determinación convertida en un nudo de acero en mi estómago.
Me condujeron al balcón principal, el mismo desde donde Ruggero me había mostrado mi papel en su obra. El aire de la mañana era fr