La mañana siguente llegó lenta, después de un episodio de insomnio horrible. Luego de desayunar junto a los niños —porque Luca me evitó— fui al despacho que alguna vez fue suyo, pero ahora lo habito yo. Las primeras horas revisé los recién firmados acuerdos, hasta que recibí el informe que durante tantos días había esperado, y algo dentro de mí se estremeció al leer lo allí escrito. Había esperado respuestas, pero no esa. No el nombre que apareció en las hojas que mis hombres dejaron sobre el escritorio.
Ruggero.
El perro fiel de Greco. El hombre que todos creímos muerto en el ataque final a su mansión. El que yo había descartado como una sombra más en ese imperio podrido. Estaba vivo. Y no solo vivo: en ascenso. Jugando a dos bandos, alimentando alianzas, moviendo piezas como un fantasma que había aprendido a moverse sin dejar rastro.
Lo subestimé, y mucho. Durante mi estadía en la mansión de Greco, me crucé con Ruggero apena en pocas ocasiones. El hombre siempre me pareció algui