La mansión estaba en silencio esa noche, pero no era el silencio acogedor de antes, cuando después de cenar con los niños subíamos juntos a nuestra habitación. No. Era un silencio incómodo, pesado, lleno de miradas frías que no sabían si quedarse o huir.
Luca me había dejado claro que no confiaba en mí. Que yo era una extraña. Pero cuando llegó la hora de dormir, mis pies me llevaron, casi sin pensarlo, a nuestra habitación. Abrí la puerta y la encontré tal como la habíamos dejado: nuestra cama enorme, el armario que aún guardaba mi ropa junto a la suya, el perfume de ambos impregnado en el aire.
Él estaba allí, sentado en el borde de la cama, con la camisa desabrochada y los dedos jugando con el encendedor de plata que siempre llevaba consigo. Herencia de su padre. Me miró cuando entré, sus ojos oscuros evaluándome con una calma inquietante.
—¿De verdad piensas dormir aquí? —preguntó, su voz baja, grave, cargada de sospecha.
Me acerqué con el corazón latiendo en mi garganta.
—Es