Nunca pensé que volvería a sentirme así: prisionera, observada, juzgada sin siquiera abrir la boca. La sala de interrogatorios era pequeña, con paredes grises que parecían cerrar sobre mí, sofocándome más que el aire cargado que se respiraba allí dentro. Tenía a Valentina en brazos, mi pequeña tan frágil, ajena al infierno que me rodeaba. Dormía con sus labios entreabiertos, su respiración pausada, mientras yo sentía que el mundo entero intentaba arrancármela de las manos.
Luca dijo que estaría allí antes que yo, pero la verdad es que no fue así. Cuando llegué él aún no había aparecido, probablemente buscando la manera de solucionar la situación. Yo confío en él y sé que en cualquier momento aparecerá.
Los policías no dejaban de mirarme. Algunos disimulaban, otros no. Escuchaba sus murmullos como cuchilladas al oído: “¿Cómo puede una madre hacer algo así?”, “La pobre criatura… no sabe en qué manos cayó”. Cada palabra era un recordatorio cruel de que no importaban los meses que habían