El aire de la mañana estaba impregnado de sal y pan recién horneado. El pueblo costero tenía ese encanto simple que me hacía olvidar por momentos el pasado. Paseaba con la bebé en el cochecito, dejándome arrullar por el rumor del mar que llegaba hasta las calles empedradas. Ella dormía profundamente, con los labios entreabiertos, y yo me sorprendía a cada paso de lo tranquila que era. Después de todo lo vivido, verla tan serena me hacía sentir como si la vida nos hubiera regalado una tregua.
El mercado estaba lleno de colores: puestos de frutas, flores que parecían recién cortadas, voces que se entremezclaban en una música cotidiana. La gente me saludaba con sonrisas amables y por un momento creí que esa era la vida que siempre había anhelado. Una vida sin sobresaltos, hecha de días corrientes, de risas pequeñas y de rutinas sencillas.
Pero entonces lo sentí. Esa punzada en la nuca, esa sensación de ser observada. Levanté la vista y descubrí a un hombre en la esquina, mirándome fijame