El eco de los tacones en el mármol no parecía desentonar con la sobria elegancia del edificio Lancaster. La mujer caminaba con la seguridad de quien conoce perfectamente el poder de su presencia. El blazer color marfil abrazaba su figura con precisión quirúrgica. Nada estaba fuera de lugar: ni el moño bajo perfectamente hecho, ni la blusa blanca que insinuaba más de lo que mostraba, ni el sutil carmín que adornaba sus labios.
La recepcionista la miró de reojo, como se mira a una amenaza velada.
Ella, en cambio, sonrió con delicadeza. Nadie desconfía de una mujer que sonríe con los ojos.
Nicolás llegó unos minutos tarde, lo cual no era habitual en él. Iba absorto en sus pensamientos, con la mirada perdida entre la rutina y las palabras no dichas de la mañana. Hellen se había despedido de él con un gesto ambiguo, de esos que no duelen... pero tampoco tranquilizan.
El ascensor se abrió. La puerta de su oficina estaba entreabierta.
Frunció el ceño.
Al empujarla, la vio.
De pie, frente a l