Lyra bajó las escaleras a toda prisa. Quería gritar, llorar, desahogarse, pero no pensaba darle ese gusto a Kael. Así que simplemente caminó unos metros, revisó la hora en su reloj: aún faltaba más de una hora para comenzar su turno.
Suspiró hondo y se sentó en la acera, tratando de calmarse. No sabía cuánto más podría soportar la actitud de Kael. Conocía el dolor que él cargaba, pero también era consciente de cómo se aprovechaba de su paciencia.
De pronto, el bullicio de una escuela cercana rompió el silencio. Los niños salían en tropel, gritando y riendo. Dos pequeños con el uniforme desgastado se quedaron mirándola desde lejos. Eran hijos de un vecino del piso de abajo. Lyra, divertida, les hizo una seña para que se acercaran, y ellos, tras encogerse de hombros, corrieron hacia ella.
—¿Cómo estuvo la escuela, chicos? —preguntó con una sonrisa.
—Bien… como siempre —respondió la niña con desinterés.
En ese momento pasó un carrito de helados, y Lyra no lo dudó, les compró uno a cada u