Los días siguientes al accidente fueron un limbo. Kael no se movió del hospital. Con Ainara dormida en sus brazos y el corazón temblando a cada segundo, esperó junto a la habitación donde Lyra luchaba en silencio por mantenerse con vida. Arkan se encargó de todo lo demás: de la manada, de los médicos, de silenciar los rumores. Kael sólo podía pensar en ella.
Ainara sollozaba suavemente durante la noche, extrañando la presencia de su madre, pero Kael la calmaba con caricias torpes, con palabras dulces que jamás pensó pronunciar. Cada mirada a esa pequeña loba le recordaba que tenía una razón más para no rendirse. Para pelear por ambas, aprovechó para conocerla.
Al amanecer del tercer día, el monitor que medía las constantes de Lyra marcó un ritmo más firme. Sus párpados, al fin, temblaron. Y entonces, despertó.
—¿Ainara? —susurró con la voz rasgada por la sequedad.
Kael ya estaba de pie antes de que la enfermera pudiera reaccionar. Abrió la puerta de la habitación y entró con su pequeñ