Un trato bajo tierra

Christopher

Nunca me gustaron los funerales. No por la muerte, sino por la teatralidad del luto. Las flores que huelen demasiado fuerte. Las palabras que suenan huecas. Las miradas húmedas que no lloran por el muerto, sino por sí mismas. He visto demasiados cuerpos caer en la guerra como para creer en la pureza del duelo.

Y sin embargo, allí estaba yo, apenas veinticuatro horas después de enterrar a mi hermano mayor, encerrado en el despacho de un abogado que olía a cuero viejo, whisky caro y culpa.

El reloj en la pared marcaba las tres y veinte. Afuera llovía con ese tipo de persistencia que no moja, pero cala. La oficina de Griffith & Sloan estaba en un edificio de ladrillo rojo que se inclinaba como un anciano encorvado por los años. El despacho estaba decorado con libros que nadie leía y diplomas colgados como advertencias más que como logros. En el centro, un escritorio imponente separaba mi cuerpo del señor Sloan, que hojeaba los documentos con dedos de notario y cara de sacerdote a punto de ofrecer el último sacramento.

—Gracias por venir, Christopher —dijo sin levantar la vista—. Lamento… sinceramente lamento las circunstancias.

—Ahorre saliva —respondí, cruzando los brazos—. Solo lea.

No quería condolencias. No de él. No de nadie. Quería cerrar este maldito capítulo y volver a desaparecer.

Sloan asintió, con la resignación de quien sabe que su trabajo no es confortar, sino cumplir el ritual. Tomó una carpeta y, tras humedecerse los dedos con una absurda bolita de goma azul, comenzó a leer.

—Daniel Whitmore dejó una adenda manuscrita en su testamento original, fechada tres semanas antes de su muerte. Fue validada por el notario militar que recibió su última voluntad en el frente.

El aire en la oficina se volvió más denso. Como si las palabras mismas pesaran.

—En ella, expresa su deseo de que todos sus bienes, cuentas y propiedades sean heredadas por sus hijos legítimos, nacidos del matrimonio con Emily Harper. Sin embargo… —Sloan hizo una pausa dramática—... ese traspaso está sujeto a una condición particular.

Lo miré. Directo. Sin pestañear. Apreté las mandíbulas.

—Dígalo.

—Daniel dejó estipulado que, para proteger a su familia y su legado, desea que su hermano Christopher contraiga matrimonio legal con la señora Emily Harper. En caso de que ella lo acepte, se establecerá un fideicomiso irrevocable para los niños, y el patrimonio quedará legalmente resguardado por la familia Whitmore. Si no se cumple esta condición... el testamento se invalida y los bienes serán reclamados por la rama secundaria de la familia —dijo, sin atreverse a mirarme a los ojos.

No entendí. O no quise entender.

—¿Me está diciendo que mi hermano... me dejó su mujer?

Sloan carraspeó.

—No es su mujer. Técnicamente, nunca se casaron. Pero están los hijos en camino. Y Daniel… quiso asegurar el futuro de ellos. A través de usted.

La risa que me salió fue hueca. Un ruido seco. No tenía nada de graciosa, pero no podía evitarla.

—¿Y qué más? ¿También quiere que les lea cuentos por las noches?

—Esto no es una broma, Christopher.

—Tampoco una maldita película.

Me levanté. Caminé por la habitación como una fiera enjaulada. La idea era absurda. No conocía a Emily. No realmente. Apenas había compartido una docena de cenas, algunas reuniones familiares incómodas y un par de conversaciones triviales sobre el clima o el vino. Nunca cruzamos una mirada que no fuera por cortesía. Ella me parecía frágil. Educada. Silenciosa. Como un pájaro que canta solo cuando no hay nadie mirando.

¿Casarme con ella? ¿Convertirme en padre de sus hijos? ¿Hijos que no eran míos?

—No voy a hacerlo —dije al fin, con los puños cerrados—. No voy a someter a una mujer en duelo a una farsa. Ni voy a asumir un rol que no me pertenece. Daniel estaba enloquecido.

—Tenía miedo —dijo otra voz desde la puerta.

Me giré. Y allí estaba Eleanor.

Mi madre.

Impecable. Como siempre. Traje gris perla. Perlas al cuello. Perfume tenue pero presente. La viuda perfecta de una dinastía que ya no existía más que en papeles y títulos nobiliarios caducos.

—Tenía miedo de que lo poco que había construido se disolviera en tus manos vacías —continuó, cerrando la puerta tras ella—. No seas tan ingenuo de pensar que esto se trata solo de Emily.

—¿Entonces de qué se trata? —espeté.

—De sangre, Christopher. De legado. De proteger lo que queda de este nombre.

La furia me subió por la espalda como una ola ardiente.

—No soy una pieza en tu tablero, madre.

—No. Eres el último peón que queda.

La frialdad con la que lo dijo me heló más que cualquier insulto.

—¿Y ella? —pregunté, sin poder evitarlo—. ¿Emily sabe esto?

—No aún —respondió Sloan, volviendo a intervenir—. Según las instrucciones, primero debía informarse a usted. Daniel confiaba en que usted sería… racional.

Racional. Una palabra interesante para alguien que acababa de recibir la propuesta más absurda de su vida. Racional. Como si esto fuera un negocio. Como si casarse con la mujer embarazada de tu hermano muerto fuera algo que pudiera resolverse con una cláusula.

—¿Y si ella se niega?

—El patrimonio va a los primos de Vermont. Gente que nunca conoció a Daniel. Y los niños quedan a merced de la generosidad del sistema.

La palabra niños resonó en mi mente con fuerza.

Niños que no tienen a su padre.

Que no tienen apellido.

Que serán, sin este pacto, huérfanos legales.

Y entonces pensé en Emily.

La mujer de la mirada vacía. La que no lloró durante el funeral. La que sostuvo la frente alta mientras todos esperaban verla romperse.

Pensé en cómo me miró por un segundo, sin rencor, sin súplica, sin nada. Como si yo fuera un espectro más en su dolor. Innecesario.

¿Y si este trato la destrozaba aún más?

¿Y si la destruía a ella... y a mí?

—Quiero hablar con ella —dije, al fin.

Eleanor asintió, satisfecha.

—Lo harás. Pero primero, acepta. Necesito tu palabra.

—No soy un niño al que puedes manipular.

—Y no soy una madre que pueda soportar ver deshonrado a su hijo muerto.

Sus palabras eran hielo, pero también verdad.

Me senté de nuevo. Miré el testamento. La firma de Daniel. Reconocí su letra. Firme. Apresurada.

Y sentí, por primera vez desde su muerte, que me hablaba. Que me pedía algo.

No porque confiara en mí. No porque me quisiera.

Sino porque no tenía a nadie más.

—Esto es una locura —susurré.

—Sí —dijo mi madre—. Pero es una locura que puede salvar a tres niños y a una mujer que no tiene a nadie.

Silencio.

Tragué saliva.

Y firmé.

La pluma rasgó el papel como una cuchilla sobre piel dormida.

—Acepté —dije—. Sin saber que ese pacto me destruiría más que la guerra misma.

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