Emily
El cielo no lloraba por él. No como yo esperaba. No con esa lluvia torrencial que uno imagina cuando pierde al amor de su vida. No hubo rayos que partieran el horizonte ni truenos que sacudieran la tierra. Solo una llovizna tenue, persistente, como si el mundo se hubiera limitado a susurrar su luto en voz baja. Gris. Silencioso. Ajeno.
Vestía un abrigo negro que me quedaba grande. No porque no fuera de mi talla, sino porque desde que llegó la noticia, todo me quedaba grande. El día, el silencio, la casa. La vida.
Sostenía con fuerza el borde de mi bufanda, como si de eso dependiera no desmoronarme. Las calles estaban mojadas y resbalosas, y cada paso hacia la iglesia me parecía un acto de traición. ¿Cómo podía seguir caminando si él ya no estaba para hacerlo a mi lado?
—Emily, no tienes por qué estar sola —me dijo mi madre esa mañana, al ver que me alistaba sin permitir que nadie me ayudara.
Claro que tenía que estar sola. Nadie más llevaba en el vientre a los hijos del hombre que yacía ahora en una caja de madera barnizada, tan pulcra y elegante como fría.
Los asistentes al funeral guardaban un silencio contenido, pero yo lo sentía ensordecedor. No era silencio de respeto. Era de juicio. De ese que se arrastra entre las miradas, que se posa como un murmullo no dicho en la espalda. De esos que, sin pronunciarse, te atraviesan.
Caminé hacia la primera fila, con las piernas firmes solo porque mi orgullo se negaba a que me vieran tambalear. Sentí cómo los ojos me seguían, uno por uno, como si esperaran que yo me quebrara en el altar. Que colapsara. Que gritara. Pero no lo hice. Ya me había roto por dentro. Lo demás era solo el eco.
Frente a mí, el ataúd parecía demasiado pequeño para contenerlo. Daniel siempre fue un hombre grande. En presencia. En voz. En promesas. Ahora estaba allí, reducido a madera pulida y flores blancas que no olían a nada. Su nombre grabado en una placa dorada. Daniel L. Whitmore – 1989–2024.
Tuve que cerrar los ojos para no pensar en las fechas. En la injusticia de esa línea corta que representaba toda una vida. La línea de un principio y un final. Un corte brutal entre el “nosotros” y el “ya no más”.
Y entonces me invadió el recuerdo. Inesperado. Cruel.
La noche antes de que partiera a la guerra, Daniel me abrazó en silencio durante más de una hora. No hablamos. Solo escuchábamos la respiración del otro y el latido de su corazón en mi espalda. Como si quisiéramos memorizar el ritmo, fijarlo bajo la piel.
—Volveré, Emily —me dijo al fin, con la voz ahogada contra mi cuello—. Lo prometo. No importa lo que pase, volveré contigo.
Nunca me gustó esa palabra. Promesa. Es frágil. Una cuerda que se tensa entre dos puntos inciertos. Y ahora, con él bajo tierra, entendía que lo único que había cumplido era no dejar de habitar mis pensamientos.
—¿Quieres decir algunas palabras? —me preguntó el sacerdote, sus ojos suaves, su voz cargada de piedad.
Negué. ¿Qué iba a decir? Que me sentía traicionada por un destino que se llevó al padre de mis hijos antes de que pudiera verlos nacer. Que me habían robado los amaneceres juntos, los cumpleaños, las primeras palabras de nuestros hijos. ¿Cómo decir eso sin romperme en pedazos?
Me quedé quieta, en silencio. Observando el ataúd, como si pudiera perforarlo con la mirada. Como si aún esperara verlo levantarse, sonreír con esa media sonrisa que tenía cuando sabía que me estaba ganando en una discusión. Como si aún pudiera escuchar su voz diciendo “Em, todo va a estar bien”, como lo hizo tantas veces.
Pero no había voz. Solo el rumor del incienso, la respiración de los dolientes y el leve sollozo de una tía que ni siquiera había estado en nuestra boda.
Y entonces, lo vi. De pie al fondo de la iglesia. Alto, rígido, vestido de negro. Christopher.
Hacía años que no lo veía. El hermano menor de Daniel. El que se fue antes de que la guerra se llevara lo que quedaba de familia. El que nunca me había mirado dos veces. El que siempre fue una sombra en las reuniones. Distante. Ileso. Intacto.
Nuestros ojos se cruzaron un segundo. Fue apenas un roce. Como si la memoria nos reconociera, aunque nunca nos hubiéramos conocido de verdad.
Pero en su mirada no había consuelo. Había algo más denso. Dolor, sí, pero también un juicio callado. Como si él también esperara que yo me quebrara. Como si él también se preguntara qué clase de vida me esperaba sin Daniel.
Y yo también me lo preguntaba.
Después del entierro, volví a casa sola.
Había rechazado la oferta de quedarme con mi madre. No soportaba los gestos compasivos. Ni las manos en el hombro. Ni las frases hechas: “Él siempre estará contigo”, “Fue un héroe”, “Tienes que ser fuerte por los bebés”.
Como si la fortaleza fuera un vestido que una se pone al salir del luto.
Me deslicé por la puerta como si el aire se hubiera convertido en ceniza. La casa estaba en penumbra. Todo estaba igual que cuando Daniel se marchó. Su taza aún en el fregadero. Su bufanda colgada detrás de la puerta. El libro que estaba leyendo, abierto en la página donde lo interrumpí para decirle que estaba embarazada.
Me senté en el sofá, sin quitarme el abrigo. Miré mis manos. Pálidas. Frías. Ajadas. No reconocía la mujer que era. No reconocía nada. Todo era irreal.
Y entonces, lloré. Lloré sin hacer ruido. Sin sollozos. Solo lágrimas que caían como una confesión muda.
—Daniel… —murmuré, sabiendo que no había nadie para escucharme.
Miré mi vientre. Acaricié la curva suave con dedos temblorosos.
—¿Cómo voy a hacerlo sin ti?
Nadie respondió.
Ni él.
Esa noche soñé con él.
Estábamos en una estación de tren. Daniel vestía de civil. Sonreía. Me miraba como si nada hubiera cambiado. Como si no estuviera muerto. Como si yo no estuviera rota.
—Emily, el tren parte pronto —me dijo, señalando al fondo.
—¿Vienes conmigo?
—No esta vez.
—¿Por qué?
Él bajó la mirada. Tomó mis manos. Sus dedos estaban tibios. Reales.
—Porque esta vez tienes que ir sola. Pero no estarás sola.
—No entiendo.
—Lo harás.
Y desperté. Sudando. Respirando entrecortado. El cuarto bañado por una luz pálida. Y mi vientre, firme. Palpitando. Vivo.
Fue la primera noche que no sentí odio por el mundo. Solo vacío.
A la mañana siguiente, encontré una carta sin abrir en la mesita de noche. Reconocí su letra al instante. Temblé.
No recordaba haberla visto antes. Ni haberla recibido. Pero ahí estaba. Firmada por él.
No la abrí. No todavía.
La guardé en un cajón.
No estaba lista.
No aún.
Esa tarde, mientras fingía ordenar los papeles del seguro, sonó el timbre. Fuerte. Sólido.
Abrí sin pensar. Y ahí estaba.
Christopher.
Con el mismo traje negro del funeral, pero con los ojos más cansados.
—Perdona que venga sin avisar —dijo—. Solo quería saber si necesitabas algo.
Su voz no era la que recordaba. Había cambiado. Más grave. Más controlada. Como quien ha aprendido a callar antes que a hablar.
—No —respondí, sin dejarlo pasar—. No necesito nada.
Él asintió. Pero no se movió. No bajó la mirada. No insistió.
—Entiendo. Solo… quería decirte que estaré en la ciudad por unos días. Si… si algo pasa.
—Gracias.
Silencio.
—Emily… —empezó a decir, pero se detuvo—. Olvídalo.
Giró sobre sus talones. Se fue.
Y yo cerré la puerta con la sensación de que acababa de abrir una ventana que no sabía que tenía.
Esa noche, encendí la lámpara del salón. Tomé la carta. La pesé entre mis manos. La olí. Estaba impregnada de él. De su tinta. De su adiós.
Pero aún no la abrí.
Aún no.
Porque intuía que, al hacerlo, algo dentro de mí cambiaría para siempre.
Y yo aún no sabía si estaba lista para seguir viviendo en un mundo donde Daniel solo existía en una carta sin abrir.
O si estaba preparada para enfrentar lo que vendría después.
Porque esa noche, con el eco del timbre aún en mi oído, supe algo con una certeza devastadora:
Aún no sabía que esa sería la última vez que lloraría por Daniel…
Y la primera vez que empezaría a temerle al futuro.