Emily
No había pasado ni una semana desde el entierro de Daniel cuando volvió a sonar el timbre. Ese sonido, agudo y breve, se había convertido en mi nueva forma de temer al futuro. No era el luto lo que me dolía, era la vida que seguía llamando, insistente, como si no supiera que mi mundo había dejado de girar.
Esa tarde, la casa estaba en penumbra. No había abierto las cortinas. El aire olía a papel húmedo, a flores marchitas que alguien había dejado en la entrada, a café que nunca llegué a beber. Me dolían los tobillos. Me ardían los ojos. El vestido de lana me raspaba la piel, pero no tenía fuerzas para cambiarme. Mi única compañía era el sonido intermitente de la lluvia, golpeando los cristales como si quisiera entrar y revolverlo todo.
El timbre volvió a sonar.
Me quedé sentada unos segundos más. Respiré hondo. Acaricié mi vientre de forma automática. Uno de los bebés se movió, suave, como una caricia desde dentro. Cerré los ojos. Me prometí no gritar. No llorar. No romper otra taza.
Caminé hasta la puerta con la calma que solo da la rabia contenida.
Y lo vi.
Christopher Whitmore.
Perfecto en su traje oscuro. Seco como una hoja de invierno. Impecable, como si la muerte no lo tocara. Su mirada, sin embargo, era un campo de batalla. No por lo que mostraba, sino por todo lo que se negaba a mostrar.
—Necesito hablar contigo —dijo, sin preámbulos.
Lo miré. Fría. Firme.
—No tengo nada que decirte.
—No es por mí. Es por Daniel.
Ese nombre. Ese maldito nombre. Lo dijo con una naturalidad que me desgarró por dentro. Como si no supiera que cada vez que lo pronunciaban, mi alma se encogía un poco más.
—Pasa —dije, dándome la vuelta sin esperarlo.
Entró. Y durante unos segundos, el salón se llenó con su presencia. Su sombra parecía más alta que él. Sus zapatos manchaban la alfombra con la humedad de la calle. El silencio entre nosotros era tan denso que hasta las paredes parecían contener la respiración.
Me crucé de brazos.
—¿Qué quieres?
No respondió de inmediato. Caminó hasta la mesa del comedor, donde aún quedaban restos del desayuno que no había tocado. Su mirada se posó en una taza a medio llenar, en un pañuelo arrugado, en una foto nuestra—de Daniel y mía—que seguía sobre la repisa como una burla cruel.
—Daniel dejó una cláusula en su testamento —empezó, con esa voz grave y distante que parecía más acostumbrada a dar órdenes que a pedir favores—. Me nombró tutor legal de los niños… si tú y yo nos casamos.
Silencio.
Mi cerebro tardó unos segundos en entender lo que acababa de escuchar. Como si las palabras hubieran rebotado en la pared y solo después se colaran en mi oído.
—¿Perdón?
Christopher alzó la vista. Esta vez, me miró de frente. Por primera vez desde que lo conocía, sus ojos se fijaron en los míos sin desvíos, sin filtros, sin defensas.
—Sé que suena absurdo. Lo es. Pero también es legal. El patrimonio de Daniel… sus bienes, sus propiedades, su seguro militar. Todo está condicionado a ese matrimonio.
Me reí. No fue una carcajada. Fue un sonido seco, incrédulo, como quien acaba de tropezar con una piedra y aún no decide si le duele más el tobillo o la humillación.
—¿Quieres que me case contigo? —repetí, sabiendo que la pregunta era una trampa emocional, para él y para mí.
—No quiero —dijo él, rápido, como si la idea le resultara tan insoportable como a mí—. Pero es lo que él dejó escrito. Era su forma de proteger a los niños. De asegurarse de que no caigan en manos de abogados codiciosos o familiares lejanos que solo quieren su dinero.
—¿Y tú? —pregunté, dando un paso hacia él—. ¿Tú qué quieres?
—Cumplir su voluntad.
—Qué conveniente.
La rabia me subió por el pecho como una ola negra. No por la propuesta en sí. Sino por la forma. Por el momento. Por la frialdad con la que lo decía. Como si yo fuera una ecuación a resolver. Una pieza a encajar. Una cláusula más en un contrato.
Me acerqué un paso más. Mi voz era un susurro helado.
—¿Tú sabes lo que es despertarte cada mañana y buscar su cuerpo al otro lado de la cama?
Christopher no respondió.
—¿Sabes lo que es sentirlos moverse dentro de mí y no poder decírselo a él? ¿Sabes lo que es dormir con su camiseta solo para poder olerlo por una noche más?
Nada. Ni una palabra.
Y entonces, sin pensarlo, lo hice.
Le abofeteé.
El sonido fue seco. Preciso. Mis dedos ardieron al contacto con su piel.
Él no se movió. No me miró con ira. Solo cerró los ojos por un segundo. Como si esperara que eso pasara.
—Te odio —susurré—. Porque tú estás vivo. Porque tú sí volviste.
Y en ese instante, lo supe. No lo odiaba a él. Odiaba lo que representaba. Odiaba que me recordara todo lo que Daniel no sería. Que caminara, respirara, hablara… con la misma voz, la misma sangre, la misma sombra.
Christopher bajó la mirada.
—Si pudiera cambiarme por él, lo haría.
—No digas eso.
—Es verdad.
—¡No lo es! —grité—. Porque estás aquí. Y él no. Porque tú me hablas de matrimonio como si esto fuera una maldita farsa. Y él… él me miraba como si yo fuera lo único real que tenía.
Silencio.
—No te conozco, Christopher. No me conoces. Nunca me miraste. Nunca te importé. Y ahora vienes a ofrecerme un matrimonio sin alma, por unos papeles… por unos niños que no llevas en la sangre. ¿De verdad crees que eso es lo que Daniel hubiera querido?
Lo vi tragar saliva. Cerró los puños. Estaba a punto de decir algo, pero no lo hizo.
Y entonces, ocurrió lo más inesperado.
Él se sentó.
En el sofá. En el mismo lugar donde Daniel solía leer. Hundió la cabeza entre las manos. Y por primera vez, lo vi humano.
—No sé cómo hacerlo, Emily —dijo, apenas un susurro—. Pero quiero hacerlo bien. No por mí. Por ellos. Por él.
Sus palabras me perforaron de forma distinta. Más silenciosa. Más profunda.
Me dejé caer en la silla frente a él. Mis manos aún temblaban.
—¿Y si no puedo? —pregunté—. ¿Y si me derrumbo? ¿Y si nunca dejo de amarlo?
Christopher alzó la vista.
—Entonces me aseguraré de que nunca tengas que cargar con eso sola.
Nos quedamos en silencio.
Un largo, tenso, brutal silencio.
Y en ese silencio, recordé una tarde vieja, perdida en la memoria.
Un día en que Daniel tenía nueve años y Christopher apenas seis. Estaban en el jardín de la casa familiar. Daniel enseñaba a su hermano a andar en bicicleta. Christopher caía una y otra vez. Pero Daniel siempre volvía a levantarlo. Sin burlas. Sin impaciencia.
—Tú puedes, Chris. Te lo juro.
Y al final, lo logró.
Ese día, Christopher me miró una sola vez. Solo una. Y en sus ojos no había celos. No había sombra. Solo admiración.
Volví al presente. A esa sala llena de ausencia.
—Acepto —dije al fin—. No por el dinero. Ni por ti. Ni siquiera por Daniel.
—¿Entonces por qué?
—Porque quiero que mis hijos crezcan con un apellido. Con un techo. Con algo que parezca familia.
Se incorporó. Caminó hacia la puerta.
—Firmaremos en una semana.
Asentí.
Antes de irse, se giró. Esta vez, su voz fue apenas audible.
—Gracias.
Y cuando cerró la puerta, sentí que algo dentro de mí se quebraba. No de tristeza. No de rabia. De resignación.
No lloré. No esa vez.
Solo me senté en el suelo. Abracé mi vientre.
Y susurré:
—Acepté casarme con el hombre que nunca me miró a los ojos… hasta que ya no había nadie más que pudiera hacerlo.