EmilyNo había pasado ni una semana desde el entierro de Daniel cuando volvió a sonar el timbre. Ese sonido, agudo y breve, se había convertido en mi nueva forma de temer al futuro. No era el luto lo que me dolía, era la vida que seguía llamando, insistente, como si no supiera que mi mundo había dejado de girar.Esa tarde, la casa estaba en penumbra. No había abierto las cortinas. El aire olía a papel húmedo, a flores marchitas que alguien había dejado en la entrada, a café que nunca llegué a beber. Me dolían los tobillos. Me ardían los ojos. El vestido de lana me raspaba la piel, pero no tenía fuerzas para cambiarme. Mi única compañía era el sonido intermitente de la lluvia, golpeando los cristales como si quisiera entrar y revolverlo todo.El timbre volvió a sonar.Me quedé sentada unos segundos más. Respiré hondo. Acaricié mi vientre de forma automática. Uno de los bebés se movió, suave, como una caricia desde dentro. Cerré los ojos. Me prometí no gritar. No llorar. No romper otra t
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