Emily
La luz del atardecer se filtraba por las cortinas de gasa blanca, bañando la habitación con un resplandor dorado que parecía bendecir cada rincón. Los tres moisés estaban dispuestos en semicírculo frente a la ventana, como si fueran pequeños barcos a punto de zarpar hacia un viaje maravilloso. Yo los observaba desde la mecedora, con el corazón latiendo a un ritmo que ya no reconocía como miedo, sino como anticipación.
Hoy era el día.
Christopher entró con pasos silenciosos, como si temiera perturbar la paz que reinaba en la habitación. Llevaba una camisa blanca arremangada hasta los codos y su cabello ligeramente despeinado le daba un aire vulnerable que contrastaba con su habitual compostura.
—¿Estás lista? —preguntó, acercándose para besar mi frente.
Asentí, sintiendo un nudo en la garganta. Durante meses había postergado este momento, como si nombrar a mis hijos fuera el último paso para aceptar que Daniel ya no volvería, que esta nueva vida era real y permanente.
—Todos está