Lluvía.

La lluvia se anunciaba en el cielo con un susurro metálico. Un viento fresco se colaba por los bordes de la ventana entreabierta. Isabella estaba sentada al borde de la cama, abrazando sus rodillas, buscando un silencio que nunca duraba demasiado en esa casa. No con Valeria rondando como un espectro.

—Cada vez estoy más cerca de tener razón, Isabella—dijo la voz aguda y firme de su madre desde el umbral.

Isabella ni siquiera se sobresaltó. Cerró los ojos por un segundo, conteniendo el impulso de gritar. Ya ni siquiera podía estar sola en una de las habitaciones más alejadas de la finca sin que Valeria la encontrara.

—¿Y ahora de qué hablas? —preguntó con desgano, clavando la mirada en su madre.

Valeria entró con la elegancia altanera de quien siempre se sintió dueña de todo. Se acercó sin prisa y se apoyó en uno de los pilares de la cama, como si estuviera posando para un cuadro.

—De lo que siempre sé… aunque no tenga pruebas.—respondió con una sonrisa cargada de veneno.

—Dios mío… ot
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