Confusión.

El sol caía con suavidad sobre el jardín, tiñendo las hojas de un dorado melancólico. Isabella estaba sentada en la banca de hierro forjado, lejos del murmullo de la casa, lejos del caos. El papel que Dante había dejado aún latía en su mente como una herida abierta. No podía sacárselo de la cabeza. Había intentado no pensar, pero era inútil. Todo se agolpaba dentro de ella, como una tormenta sin dirección.

—¿Cómo es eso de que Dante te dejó una nota, Isabella?

La voz de Valeria se alzó detrás de ella, punzante, arrastrando el veneno de una sospecha disfrazada de simple curiosidad. Isabella parpadeó, recomponiéndose. Se obligó a ponerse de pie, despacio, como si al hacerlo pudiera ganar tiempo, fingir calma. Dio unos pasos hacia su madre y sonrió, aunque la sonrisa se le quebraba por dentro.

—¿De qué estás hablando, madre?

—Sabes perfectamente de qué hablo, Isabella.

—No, no lo sé. Y no entiendo de dónde sacaste esa idea… ¿acaso fue tu mucama la que te vino con el último chisme?

Valeri
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