De un lado a otro.
Dante iba de un lado a otro en su habitación, como si el movimiento pudiera calmar la ansiedad que le carcomía el pecho. Se suponía que Isabella ya debería haber llegado. Había leído su mensaje. Lo sabía. Pero el reloj no mentía: habían pasado más de treinta minutos y no había ni rastro de ella.
Inspiró hondo, conteniendo un suspiro de rabia, y caminó hacia su bolsa de boxeo. La golpeó sin pensarlo, una vez, otra, otra más. Cada puñetazo era un intento desesperado por liberar la frustración que le palpitaba bajo la piel. Pero no servía. Nada lo calmaba.
Al final, se dejó caer sobre la cama, con el pecho subiendo y bajando a toda velocidad. Se quitó los guantes con manos temblorosas y se echó el pelo hacia atrás, pegajoso de sudor. Se quedó mirando el techo, intentando regular la respiración. El silencio en la habitación era abrumador.
Entonces giró la cabeza y la vio: la pequeña colonia derramada sobre la mesita de noche, el frasco apenas en pie, y los pañuelos que había usado para li