—Buenos días, amor —dijo Mary Carmen mientras abría la puerta de la oficina con una sonrisa radiante—. Saliste tan temprano esta mañana que no me dio tiempo ni de verte. Caminó hasta él y le plantó un beso en la mejilla.
Pedro Juan alzó la vista de su escritorio, visiblemente sorprendido. Su esposa rara vez se presentaba en su oficina, y mucho menos con ese tono tan afable o con muestras de afecto. Normalmente, los saludos entre ellos eran fríos, casi burocráticos.
—Sí… tenía una reunión a primera hora —respondió él, disimulando su incomodidad.
Ella caminó hasta el borde del escritorio y apoyó una mano sobre la madera pulida.
—¿Quieres que le pida a la secretaria que te traiga un café? Te noto tenso. Un poco de azúcar te haría bien —dijo con voz melosa.
Pedro Juan la observó con cautela. ¿Qué le pasaba? ¿A qué se debía esa repentina amabilidad? Pero no podía negar que necesitaba café.
—Sí… sí, por favor. Te lo agradecería.
Ella caminó con elegancia hacia la puerta. Antes de salir, se