El restaurante estaba iluminado con una tenue luz ámbar que le daba al ambiente un aire íntimo, casi irreal. Pedro Juan llevaba el mismo rostro adusto de siempre, pero Mary Carmen… parecía una versión más cálida de sí misma. Había elegido un vestido negro de escote discreto, pero ceñido a la cintura, y un peinado suelto que le enmarcaba el rostro con dulzura.
—Gracias por aceptar cenar conmigo —dijo Mary Carmen, colocando su servilleta sobre el regazo—. Siento que cada vez es más difícil tenerte para mí sola.
Pedro Juan alzó una ceja. —Estamos casados, Mary Carmen. No necesitas una cita para verme.
Ella suspiró. —No, claro… Pero tú y yo sabemos que estar casados no es lo mismo que estar juntos.
Él no respondió. El camarero se acercó, tomó sus pedidos y trajo el vino. La conversación fluyó con dificultad al principio, como si caminaran sobre cristales rotos. Pero Mary Carmen lo intentaba. Habló de sus actividades benéficas, de cómo Reina se preparaba para la universidad, del nuevo cicl