La noche era serena, casi mágica, cuando Rodrigo detuvo el auto frente al edificio de Maribel. El chofer descendió para abrirle la puerta, pero ella ya había salido antes de que lo hiciera. Sentía mariposas en su estomago, no por nervios, sino por una emoción extraña que no había experimentado con ninguno de los hombres de su pasado.
—Gracias por esta noche —dijo ella, mientras se colocaba el abrigo sobre los hombros.
—Gracias a ti por aceptarla —respondió Rodrigo, observándola con una sonrisa cálida, esa que parecía sincera hasta los huesos.
Se quedaron en silencio por un instante. Maribel no sabía si subir o seguir conversando. Rodrigo no la presionaba, solo la miraba, paciente, atento, como si cada gesto suyo valiera más que mil palabras.
—Me encantó escucharte hablar de tu hija —dijo Maribel, rompiendo el silencio. —Y… de tu esposa. Sé que no debe ser fácil.
Rodrigo asintió, más serio esta vez.
—Tampoco debe ser fácil ser tan fuerte como tú y seguir de pie… después de todo lo que