La segunda vez no hubo protocolo.
No hubo dudas.
Solo una fecha, una hora, y el mismo coche oscuro esperándola frente al callejón trasero de La Rosa Negra.
Maribel se subió sin pronunciar palabra. Llevaba los labios pintados como una herida, la peluca roja perfectamente peinada, y un body negro con espalda descubierta que moldeaba cada centímetro de su silueta.
Sabía a dónde iba.
Sabía quién la esperaba.
Y esta vez, no pensaba dejarlo intacto.
—
El apartamento era el mismo. Pero algo había cambiado.
La luz era más tenue. El silencio, más espeso. Y él… estaba allí, sentado ya, esperándola.
Pedro Juan.
Maribel no necesitaba verle el rostro para saberlo. Bastaba con su postura. La forma en que sostenía el vaso, la tensión de sus hombros, la manera exacta en que la observaba, como si cada paso suyo fuera una línea de poesía escrita solo para él.
Ella caminó hacia el centro del salón y no montó el tubo.
No lo necesitaba.
Su cuerpo era suficiente.
Él no dijo nada. No lo haría. Sabían las re